sábado, 24 de julio de 2010

EL PRIMER AMOR de Juana Hernández Conesa



Todos los días, a la salida del colegio, pasaba por la librería con la más ridícula de las excusas. Ella, siempre acudía a la misma hora a comprar lápices o cuadernos. Yo me quedaba mirando los anaqueles donde se amontonaban los libros prohibidos e invariablemente la dependienta- una amargada solterona de nariz aguileña y voz chirriante- me atendía diligente y con una mirada de desaprobación.

― ¡¿Qué quieres?! Ahí no encontrarás nada adecuado para tu edad.

Yo me sonrojaba como un pavo y pedía azorado un recambio de bolígrafo, mientras Ella- por entonces no conocía su nombre- me miraba con una sonrisa que me dejaba en las nubes de Babia.

― ¡Niño! aquí tienes el cambio y a ver si aprendes a dar las gracias, ¡esto ya no es lo de antes!- refunfuñaba, de nuevo, con su voz chirriante- no saben decir ni buenas tardes, ni gracias. ¡Adónde iremos a parar!

 Cabizbajo, cogía las monedas y sin decir una palabra abandonaba la librería, huyendo de aquella gallina que parecía querer picotearme con su pico desafinado.
Después salía a la calle y la esperaba. Esperaba a la sonrisa. Con sus trenzas rubias y su uniforme impecable. La acompañaban otras amigas y reían entre ellas cuchicheando. Yo trataba de saber donde vivía y las seguía a una prudente distancia. Para no despertar sospechas.

― Helena, me quedo en tu casa para hacer los deberes- dijo una de sus amigas.

― De acuerdo, sube.

¡No me lo podía creer! En menos de un segundo “la sonrisa” tenía un nombre y un nombre épico: ¡Helena! No era un nombre vulgar. Yo sabía que no podía serlo. Ella, era tan delicada que no podía llamarse Pepi o Luci. No, se llamaba, naturalmente, Helena.

Me distancie de ellas y me quedé mirando un escaparate de aeromodelismo, aunque en aquel momento no sé muy bien si miraba o me miraban. El corazón me dolía de la cabalgada que había emprendido y las manos me sudaban como si las acabara de lavar. La cartera me pesaba tanto que podría haber declarado, sin cometer perjuro, que llevaba en ella todo el peso de las Columnas de Hércules.

Cuando ya habían desaparecido me acerqué a la calle para anotar en mi memoria la dirección: Calle de las Lilas nº 7. La portera me miró con cierta sospecha y ya no tuve fuerzas para preguntarle por el número del piso. Además se lo contaría por la mañana a su madre. Tendría que pensar una estrategia.

― Alejandro, siempre llegas tarde ¿de dónde vienes?
¿ te encuentras mal? ¡Este niño cada día está más delgado y apenas parece estar en este mundo!

― No te preocupes hija. Es la edad.

― Papá ¿ cómo no me voy a preocupar? Si no contesta cuando le hablo. ¡Con lo sola que estoy y este hijo tan silencioso! ¡Dios mío ten piedad de mí!

Mi familia era muy singular. Vivía con mi abuelo y mi madre. Mi padre había muerto. Yo era, por tanto, un niño huérfano de guerra. Hijo único y nieto único. Mi abuelo era la gran ventaja de esta orfandad tan lastimera: un militar republicano con ganas de quererme. Nada de rencores a la vida. Bastante teníamos en casa con mi madre, que no sólo no había superado la muerte de mi padre sino que no comulgaba con las ideas de mi abuelo. Y además se pasaba el día rezando en la iglesia o en la Asociación de Viudas Católicas. 
Mi madre era desgraciada. Pero eso lo comprendí muchos años después.

Él, mi abuelo, era mi amigo, mi mejor amigo. La edad nunca fue un obstáculo entre nosotros. Esperábamos a que mi madre se acostara para leer y conversar con el fingimiento y la complicidad de que me ayudaba a hacer los deberes.
Sabía más que cualquier chico de mi edad. Y no teníamos secretos. Él estaba al corriente de lo de “la sonrisa”. Aquella noche le conté que ya sabía su nombre y le pareció bellísimo. Me habló de Helena de Troya y quedó en preparar una táctica para que yo conquistara a la chica de mis sueños.

― ¡Ánimo chico!, las mujeres se han de conquistar como las fortalezas: ¡con valentía! ¡Y a mi nieto eso no le falta!. Así conquisté yo a tu abuela Leonor. Ah! qué tiempos aquellos…

― Abuelo,¿tú te ponías nervioso cuando la veías?

― Nada, nada. Eso hemos de corregirlo. Ella no puede advertir debilidad. Sino estás perdido.

― Vale. Pero es que yo estoy seguro que se dará cuenta de que me sonrojo y eso… ¿cómo lo evito?

― ¡Con un par! ¿Lo entiendes? ¡Con un par! ¡Un hombre no puede sonrojarse delante de una mujer! ¡Jamás!

Me quedé pensativo y un poco triste. A mi edad- 14 años- mi abuelo había sido más valiente que yo. Pero él se dio cuenta de que me había dejado fuera de combate y rectificó.

― Alejandro, antes de que vuelvas a verla idearemos un plan de ataque y para ello deberás entrenarte con otras chicas que no te gusten. Ahí está la clave. ¡Si es que los chicos de ahora no estáis vividos!

― ¿Pero si no me gustan para que voy a hacer el esfuerzo?

― Para curtirte. Para aprender a mantenerle la mirada a una mujer. Para conocerlas. Para saber qué debes decir y cuando lo has de decir. Para saber lo que buscan. Para distinguir las intenciones. ¡Para hacerte un hombre!. Ay! si tu madre me dejara…

Siguiendo las órdenes de mi abuelo evité encontrarme con “la sonrisa” durante mucho tiempo y emprendí la instrucción que el abuelo- militar me había impuesto. Después de misa me reunía con otras niñas y paseábamos por el parque hasta la hora de la comida. Por la tarde quedábamos para ir al cine. Y así pasaba los sábados y los domingos. Mi madre estaba muy contenta porque me veía con los hijos de sus amigas y hasta llegó a confesar que era muy locuaz con las chicas según sabía ella por “un pajarito”.

Lo cierto es que yo me pasaba las noches pensando en Helena y que ninguna de aquellas niñas hacía que me sonrojara o que jadeara mi corazón. A pesar de mi confesión, el abuelo estaba convencido de que la batalla estaba casi ganada.

Una tarde pudo más mi instinto de enamorado que la disciplina castrense y pasé por la librería. Allí estaba Helena con su "sonrisa" y yo con mi "taquicardia". La instrucción había servido de poco-pensé decepcionado-. El abuelo se quedó meditando cuando le conté lo sucedido y decidió que debía enfrentarme, como un valiente, ante la vida o la muerte.
Y así lo hice. Al día siguiente la esperé a la salida de la librería y me dirigí a ella- preso de pánico- ¡pero como un valiente!.

― Helena,¡hola! soy Alejandro. ¿Puedo acompañarte?

― Voy acompañada.

― Bueno, pues os acompaño a todas.

― Vale. De acuerdo.

Me situé a su lado y le pregunté si podía esperarla el sábado para pasear. Yo a esas alturas de la ofensiva sabía que me había sonrojado y que me ardía el corazón.

― No creo que mis padres me dejen.

― ¡Pues salimos todos juntos! Con tus amigas también.

― De acuerdo ¡El sábado a las cinco!

 ― Allí estaré.

Vivía en el 5º piso. Esperé a que la portera le diera las buenas tardes y continué con las amigas hasta – como haría un caballero- acompañarlas a todas a sus respectivas casas.

― ¡Adiós Alejandro!

― ¡Gracias Alejandro!

― ¡Hasta el sábado Alejandro!

Llegué a casa y se lo conté a mi abuelo. Me felicitó y me condecoró con la medalla al mérito mujeril.
Los días hasta el sábado se hicieron eternos. Pero mi abuelo decía que es como en las trincheras antes de un ataque. Es necesario saber controlarse. Y sobretodo no pensar. Cabeza fría, Alejandro. No lo olvides, cabeza fría.
Pero yo a quien no olvidaba era a Helena y lo de la cabeza fría no lo comprendía muy bien.

A las cinco- con el corazón roto- estaba en la C/ de las Lilas nº7. Después llegaron más chicos y las amigas. Por fin, bajó Helena.

― ¡Hola a todos!. ¿Ya os habéis presentado?

― Sí- coreamos al unísono-.

― ¡Alejandro es un nuevo amigo!

Yo me sentí un héroe de guerra ¡había pronunciado mi nombre! Y sonaba a música del cielo cuando salío de su voz. Comenzó el paseo y un chico se colocó a su lado. Se reían y parecían divertirse. Yo quedé rezagado entre el resto del grupo.

― Alejandro, creo que debo decirte que Helena y Roberto se gustan. Y quieren ser novios cuando sean mayores.

― Gracias, Beatriz.

En ese momento torcí por la calle contraria y abandoné al grupo con una despedida tímida. Miré hacia atrás y por primera vez “la sonrisa” me dedicó un adiós amistoso mientras continuaba al lado de aquel tal Roberto,  al que yo odiaba como a un enemigo. Lloré como un cobarde y me fui a casa como un desertor.

― Abuelo, ¡hemos perdido la guerra!- le dije desgarrado por el dolor-.

― Nada de eso ¡Has sido muy valiente! Además, has superado la instrucción más difícil: la de morir en el campo de batalla ¡Ahora ya estás preparado para disparar a quemarropa!
Y así sucedió: Helena fue mi primera novia, y Roberto quedó derrotado en un asalto por sorpresa que, lógicamente, mandaba mi abuelo desde nuestro Cuartel General.




Juana Hernández Conesa

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