jueves, 10 de mayo de 2018

LA MONTAÑA MÁGICA de Thomas Mann





Hoy os invito a echar una ojeada al tiempo, ese bien escaso, esencia absoluta de lo que somos, que nos lleva en volandas por las callejuelas de nuestras aparentes vidas eternas. Os invito al tiempo, porque apenas le prestamos atención, pese a no ser nadie sin él. 

¿Qué somos sin tiempo? ¡No tengo la más remota idea! Apenas podría contestar a lo que somos con tiempo... Así que para deleitarnos con este bien, el más escaso de todos, he pensado que invitaros a «La montaña mágica» de Thomas Mann, sería una buena idea. 

 Sí, no he de negarlo, es un tocho ( son más de mil páginas.) A decir verdad, yo me salté unas cuantas ( de este libro y de otros), pero me asombró como llegó a perseguirme el tiempo (o yo a él) durante su lectura. ¡Fue una loca y fascinante persecución de película! 

Nos adentramos ( para la aventura de ojear al tiempo) en un sanatorio para tuberculosos en Davos, Suiza, unos años antes del comienzo de la Gran Guerra y allí transcurre la acción, encerrados en un lugar, apartado del mundo, donde habitan la enfermedad, el amor, los rumores, los chismorreos y la muerte... En definitiva, nada nos es ajeno. Pero con ser importante la trama, no es lo esencial... 

 Sí, ya sé que os puede parecer que mi invitación huele a naftalina; enredados como estamos en este siglo de desasosiego analfabetonúmerico de afectos, palabras e ideas, donde el tiempo se devora en la monótona virtualidad de lo concreto y de lo inmediato, con medias palabras de Whatsapp y melodías gregarias. ¡Es lo que hay! 

 Estamos en una nueva era: la informática ( o digital, como dicen los cursis y los entendidos) Bien, pues como se trata tan solo de una invitación, en nada quedáis obligados. 
Entiendo que mil páginas, densas, no merecen perderse el penúltimo «(#) tuiter-twitter», del amigo de la mesa de al lado o de la amiga de Siberia, tanto da. 

 En «La montaña mágica» el tiempo se toma su tiempo, porque todo y nada puede suceder... La prosa es rica y contiene ideas que nos hacen pensar... nada fáciles... pero si apasionantes... muy apasionantes... 

 A los invitados que han aceptado el reto de las mil páginas ( toda una maldad por mi parte) les deseo que vivan el tiempo ( suyo es) de puntillas, sin pararse a mirar la hora. 

 ¡Entre otras cosas porque se detendrán los relojes (los de cuco también) aunque el sanatorio esté ubicado en Suiza! 

¡Sed felices fuera y dentro del tiempo! 





 LO QUE SE HA ESCRITO ACERCA DE LA OBRA 

 Creo que, a estas alturas de mi vida, podría haber confeccionado una pequeña pero apañada biblioteca compuesta por todos los fragmentos de libros que me fui saltando mientras leía, páginas y páginas que me resultaron plúmbeas o inconsistentes y por las que simplemente crucé a paso de carga hasta alcanzar de nuevo una zona más sustanciosa. 
La novela es el género literario que más se parece a la vida, y por consiguiente es una construcción sucia, mestiza y paradójica, un híbrido entre lo grotesco y lo sublime en el que abundan los errores. 
En toda novela sobran cosas; y, por lo general, cuanto más gordo es el libro, más páginas habría que tirar. Y esto es especialmente verdad respecto a los clásicos. Axioma número uno: los autores clásicos, esos dioses de la palabra, también escriben fragmentos infumables. Quizá habría que definir primero qué es un clásico. 
Italo Calvino, en su genial y conocido ensayo Por qué leer los clásicos, lo explica maravillosamente bien. Entre otras observaciones, Calvino apunta que un clásico es "un libro que nunca termina de decir lo que tiene". Cierto: hay obras que, como inmensas cebollas atiborradas de contenido, se dejan pelar en capas interminables. Otra sustanciosa verdad calviniana: "Los clásicos son libros que, cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad". Guau, qué agudo y qué exacto. Y una sola observación más: "Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes". 
Chapeau a mi amado Calvino, que ha conseguido a su vez convertir en clásico este bello ensayo que uno puede leer y releer interminablemente. Los clásicos, pues, son esos libros inabarcables y tenaces que, aunque pasen las décadas y los siglos, siguen susurrándonos cosas al oído. ¿Y por qué la gente los frecuenta tan poco? ¿Por qué hay tantas personas que, aun siendo buenos o buenísimos lectores, desconfían de los clásicos y los consideran a priori demasiado espesos, aburridos, ajenos? Axioma número dos: respetamos demasiado a los clásicos, y con ello me refiero a una actitud negativa de paralizado sometimiento. 

Yo no creo que haya que respetar los libros. Hay que amarlos, hay que vivir con ellos, dentro de ellos. Y pegarte con ellos si es preciso. Discutía el otro día con un amigo escritor sobre La montaña mágica de Thomas Mann, una obra que mi amigo recordaba como un auténtico tostón. Sé bien que el gusto lector es algo personal e intransferible, y que lo que lees depende mucho del momento en que lo lees. Pero me cuesta entender que La montaña mágica le pueda parecer a alguien un ladrillo, porque es un texto moderno, sumamente legible, hipnotizante. Una especie de colosal cuento de hadas (o de brujas) sobre la vida. El título no engaña: es una montaña mágica en donde suceden todo tipo de prodigios. La gente ríe bravamente frente a la adversidad, calla cosas que sabe, habla de lo que no sabe, ama y odia y, de la noche a la mañana, desaparece. Esa montaña que representa la existencia, permanentemente cercada por la muerte, es el escenario del combate interminable de los enfermos, que luchan como bravos paladines medievales o escogen olvidar que van a morir. 
La vida es una historia que siempre acaba mal, pero nos las apañamos para no recordarlo. https://elpais.com/diario/2010/05/01/babelia/1272672752_850215.html
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