domingo, 9 de enero de 2011

PARÍS ERA UNA FIESTA de Ernest Hemingway


Hoy os invito a vivir en París con Ernest Hemingway ( Estados Unidos, 1899-1961) a través de su novela: “París era una fiesta”, que se publicó en 1964 en Nueva York. La obra es un testamento póstumo que nos transporta a la felicidad e infelicidad de aquella “generación perdida”, tras la Primera Guerra Mundial. Viviremos en el París de los primeros años veinte. No es necesario llevar demasiado equipaje, no somos turistas ricos o aburguesados. Somos personas con ganas de sentir, somos vagabundos de la vida. Allí, en París, Hemingway fue “muy pobre y muy feliz”.

El autor, en una carta a un amigo fechada en 1950 le decía: “Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas adonde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue”.

Naturalmente la edición que está en mi biblioteca es de bolsillo, está muy gastada, muy subrayada, muy vivida y muy soñada. Yo también amo París con pasión y en asuntos de pasión, como en otros muchos, los argumentos son ociosos.

Es necesaria la ilusión a pesar de la atrocidad, la atrocidad y el atropello de dos guerras mundiales. Ahora vivimos en otro atropello, por eso viene París a rescatarnos con su fiesta.

¡Disfrutad!


París era en los años de 1920 la capital de la literatura americana y del arte y de la ilusión a quemarropa. En la novela, Hemingway realiza una mezcla fascinante de paisajes líricos y personales hasta el desgarro. La visión de Gertrude Stein, de Ezra Pound o de Zelda Fitzgerald es inolvidable. Como inolvidable es París.

Os propongo algunos fragmentos:

“Ernest empezó a escribir este libro en Cuba en el otoño de 1957, lo trabajó en Ketchum (Idaho) en el invierno de 1958-59, se lo llevó a España en nuestro viaje de 1959, y siguió con el libro de vuelta a Cuba y luego a Ketchum, a fines de otoño. Lo terminó en la primavera de 1960 en Cuba, después de una interrupción para escribir otro libro, El verano peligroso, que trataba de la violenta rivalidad entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín por las plazas de toros españolas en 1959. Retocó el libro en el otoño de 1960 en Ketchum. El libro trata de los años que van de 1921 a 1926, en París”.
Mary Hemingway

“Bajar la escalera cuando el trabajo se me daba bien, en lo cual entraba suerte tanto como disciplina, era una sensación maravillosa y luego estaba libre para pasear por todo París.
Podía elegir entre varias calles para bajar por la tarde hasta el jardín del Luxemburgo, y paseaba por el jardín y entraba en el museo del Luxemburgo, donde estaban las grandes pinturas que luego trasladaron al Louvre y al Jeu de Paume. Iba casi cada día por los Cézanne, y por ver los cuadros de Manet y Monet y los demás impresionistas con los que tuve un primer contacto en el Art Institute de Chicago. Iba yo aprendiendo algo en la pintura de Cézanne, y resultaba que escribir sencillas frases verídicas distaba buen trecho de lograr que un cuento encerrara todas las dimensiones que yo quería meterle. Iba aprendiendo mucho de aquel hombre, pero entonces no sabía expresarme bastante como para decírselo a nadie. Además era un secreto. Pero en cuanto me faltaba luz en el Luxemburgo, cruzaba los jardines y subía al apartamento en forma de estudio donde vivía Gertrude Stein, en el 27 de la rué de Fleurus…”( Pág, 6)

“Yo era joven y no melancólico, y en los peores momentos ocurrían siempre cosas extravagantes y cómicas, y a Miss Stein le gustaba oírlas contar. De otras cosas yo no hablaba, pero las escribía por mi cuenta.
Cuando no había viaje reciente que contar, pero me dejaba caer por la rué de Fleurus al terminar mi trabajo, a veces procuraba que Miss Stein hablara de libros. Mientras estaba trabajando en algo mío, me resultaba necesario leer al acabar de escribir. Si uno sigue pensando en lo que escribe, pierde el hilo y al día siguiente no hay modo de continuar. Yo necesitaba hacer ejercicio, cansarme el cuerpo, y además era buena cosa hacer el amor con la persona que uno amaba. No había nada mejor que eso. Pero luego, vacío, era una necesidad leer para no pensar en el trabajo ni preocuparse hasta el momento de reemprenderlo. Por entonces ya me había adiestrado a no secar nunca el pozo de lo que escribo, y a pararme siempre cuando todavía queda algo en lo hondo del pozo, y a dejar que por la noche lo volvieran a llenar las fuentes de que se nutre.
Para no pensar en lo que estaba escribiendo, muchas veces después del trabajo leía cosas de escritores de aquel momento, tales como Aldous Huxley o D. H. Lawrence o cualquier libro nuevo que encontraba en la librería de Sylvia Beach o en un puesto de los quais.
—Huxley es un cadáver —me dijo una vez Miss Stein—. ¿Por qué va usted a leer a un cadáver? ¿No se da cuenta de que es un cadáver?
Yo no sabía entonces darme cuenta de que era un cadáver, y dije que sus libros me divertían y me distraían de pensar.
—Debería usted leer sólo lo verdaderamente bueno o lo francamente malo.
—Me he pasado todo este invierno y el otro invierno leyendo libros verdaderamente buenos y el próximo invierno lo pasaré igual, y los libros francamente malos no me gustan.
—¿A qué leer esa basura? Es basura puesta en conserva, créame, Hemingway. Obra de un cadáver.
—Me gusta estar al tanto de lo que escriben por ahí —dije—. Y me distrae de lo que yo escribo.
—¿Qué otras cosas está leyendo?
—A D. H. Lawrence —dije—. Tiene cuentos muy buenos, uno que se llama «El oficial prusiano».
—Intenté leer sus novelas. No hay modo. Es sentimental e insensato y risible. Tiene un estilo de enfermo.
—Hijos y amantes y El pavo blanco me gustaron —dije—. Bueno, el segundo tal vez no tanto. Lo que no pude terminar son las Mujeres enamoradas.
—Ya que no le gusta leer lo malo, le recomendaré una cosa que le absorberá y que es una maravilla en su género. Tiene que leer a Marie Belloc Lowndes.
Nunca había oído hablar de ella, pero Miss Stein me prestó The Lodger, esa maravilla de relato basado en Jack el Destripador, y además otro libro de un crimen en un pueblo cerca de París que estoy seguro que es Enghien-les-Bains. Eran dos libros espléndidos para después del trabajo, con personajes verosímiles y con una acción y un terror que nunca suenan a hueco. Eran perfectos para leer cuando uno había pasado el día trabajando, y me leí todos los Belloc Lowndes que existían. Pero un buen día se me acabaron, y además ninguno estaba a la altura de aquellos dos primeros, y no encontré nada tan bueno para llenar los vacíos del día o de la noche hasta que salieron las primeras buenas cosechas de Simenon.
Me parece que a Miss Stein le hubiera gustado el buen Simenon (el primero que yo leí fue o L’écluse numéro 1 o La maison du canal), pero no estoy seguro porque en la época en que frecuenté a Miss Stein no le gustaba leer en francés aunque le encantaba hablarlo. Fue Janet Flanner quien me pasó los dos primeros Simenon que leí. Ella tenía afición a leer francés y había descubierto a Simenon cuando el hombre aún hacía reportajes de crímenes.
En los tres o cuatro años en que fuimos buenos amigos no logro recordar que Gertrude Stein hablara bien de ningún escritor a no ser que hubiera escrito en favor de ella o hecho algo en beneficio de su carrera, salvo en el caso de Ronald Firbank y más tarde de Scott Fitzgerald. Cuando empecé a tratarla no decía nada de Sherwood Anderson como escritor, pero hablaba con fervor de su persona y de sus grandes ojos de italiano hermosos y cálidos, y de su bondad y su encanto. A mí me importaban un bledo sus grandes ojos de italiano hermosos y cálidos, pero me gustaban mucho algunos cuentos suyos. Eran sencillos de estilo y a veces muy hermosos de estilo, y conocía muy bien a las gentes sobre las que escribía y sentía por ellas una honda cordialidad. Miss Stein no quería hablar de sus cuentos y siempre volvía a su persona…”( Pág, 10-12)

“Cuando llegaba la primavera, incluso si era una primavera falsa, la única cuestión era encontrar el lugar donde uno pudiera ser feliz. Si estábamos solos, ningún día podía estropeársenos, y bastaba esquivar toda cita para que cada día se abriera sin límite. Sólo la gente ponía límites a la felicidad, salvo las poquísimas personas que eran tan buenas como la misma primavera…”( Pág, 21)


“…Cuando dejé de tomar las carreras como un trabajo serio, me quedé satisfecho, pero con una sensación de vacío. Por entonces, ya había descubierto que todo, lo bueno y lo malo, deja un vacío cuando se interrumpe. Pero si se trata de algo malo, el vacío va llenándose por sí solo. Mientras que el vacío de algo bueno sólo puede llenarse descubriendo algo mejor…( Pág, 28)

“…París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a trueque de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices” ( Pág, 98)

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