lunes, 19 de diciembre de 2016

OPINIONES DE UN PAYASO de Heinrich Böll



Hoy os invito a pasar el día hurgando en las “Opiniones de un payaso”, novela escrita por Heinrich Böll en 1963. Es un libro que me ha despertado sensaciones distintas y distantes y que no he sabido (o no he querido) adjetivar. 

Cuando llegó a mis manos por vez primera, era una joven estudiante de Filosofía y Letras, devoradora de todo aquello que prometía ser “sesudamente interesante”. De hecho, conformábamos un grupo – mezcla de soñadores, poetas, pintores y pedantes-, nos reuníamos en torno a este tipo de obras, convencidos de que, ellas y nosotros, cambiaríamos el mundo. Haríamos un mundo mejor, más humano. 

Sosteníamos que este tipo de lecturas eran necesarias para un debate “serio”. Vivíamos, ahora lo sabemos, alejados de las manifestaciones de manejo de masas, de la algarabía y de los griteríos de opiniones sin fuste. Decididamente éramos extremadamente presuntuosos. 

La frase: «Soy un payaso y colecciono momentos» llegó a ser una obsesión para el grupo. Con ella diseccionábamos la realidad -nuestra realidad de cristal- «Soy un payaso y colecciono momentos»… «Soy un payaso y colecciono momentos»… 

 En este otro tiempo, el de ahora, cuando he rescatado la novela del anonimato que otorga la segunda o tercera fila de un anaquel de mi biblioteca, dispersa y mermada por los prestamos (con promesas de devolución jamás cumplidas), me ha conmovido… 
He revisado lo subrayado en aquel entonces: 
«Los momentos no se pueden repetir ni comunicar»…
«Un payaso siempre ríe y llora por sí mismo»…

Y he estado de acuerdo con aquel grupo – de pedantes, pintores y poetas- y con aquella joven soñadora. Y os he invitado al festín de las opiniones del payaso de Böll. 

Os deseo que no confundáis la ocasión con el motivo... 

 Y, por favor, recordad que solo los payasos saben coleccionar momentos...








LO QUE SE HA ESCRITO ACERCA DE LA OBRA 

 […] Soy un payaso, de profesión designada oficialmente como ‘cómico’, no afiliado a ninguna Iglesia, de veintisiete años de edad, y uno de mis números se titula: la partida y la llegada, una larga (casi demasiado) pantomima, en la cual el espectador acaba confundiendo la llegada con la partida. Pág. 9 
 Un payaso que se da a la bebida cae más aprisa todavía de lo que un techador borracho cae. Pág. 11 
 Para un payaso que se aproxima a los cincuenta existen dos posibilidades nada más: el arroyo o el asilo. Pág. 14 
 Esta inquietud por el santo suelo alemán en cierto modo resulta cómica, cuando pienso que una buena parte de las acciones del lignito se hallan en manos de nuestra familia desde hace dos generaciones. Desde hace setenta años se benefician los Schnier de las torturas que debe sufrir el santo suelo alemán: aldeas, bosques, castillos, caen ante las excavadoras como las murallas de Jericó. Pág. 26 
 Yo creo que los vivos están muertos, y los muertos viven, pero no como lo creen los protestantes y los católicos. Pág. 31 
 Un farsante así ni siquiera necesita mentir para quedar siempre bien. Pág. 36 … todo el mundo es mirado desde afuera por los demás… Pág. 38 
 Es horrible lo que les pasa por la cabeza a los católicos. Ni siquiera pueden beber buen vino sin hacerse violencia, cueste lo que cueste han de tener ‘conciencia’ de cuán bueno es el vino, y por qué. En lo referente a la conciencia no les van a la zaga a los marxistas. Pág. 40 
 “Es cosa horrible la miseria, pero también resulta penoso malvivir, situación en la que se encuentran la mayoría de los hombres. Y ser rico, pregunté, ¿cómo es?” Me ruboricé. Me miró con acritud, se ruborizó también y dijo: “Joven, tu acabarás mal si no dejas de pensar. Si yo tuviese valor y creyese aún que se puede crear algo en este mundo, ¿sabes tú lo que haría yo?”. “No”, dije. “Fundaría”, dijo, y volvió a ruborizarse, “una asociación que cuidara de los hijos de la gente rica. Pero los imbéciles no encuentran asociales más que a los pobres”. Pág. 52 

 Ni el mismo diablo tiene ojos tan penetrantes como los vecinos. Pág. 56 “Deje de leer a San Agustín: la subjetividad hábilmente formulada hace tiempo que dejó se teología. No es más que periodismo con un par de elementos dialécticos. ¿No se toma a mal este consejo? Pág. 73 … los aplausos fueron tan tenues que oí el sonido de mi decadencia. Pág. 77 “Tal vez”, dijo, sin volverse, “tal vez tus oídos imaginan haber oído lo que tus ojos han visto”. Pág. 78 De repente se hizo un silencio absoluto, como cuando alguien se desangra. Ero era: una hemorragia de silencio. Pág. 93 “¿Y los ateos?”, seguía riéndose. “Me aburren porque siempre hablan de Dios”. Pág. 97 Yo creo que nadie en la vida comprende a un payaso, ni siquiera otro payaso, porque siempre entran en juego la envidia o la rivalidad. Pág. 98 Lo que un payaso necesita es paz, la ilusión que los demás llaman fiesta. Pág. 100 La fiesta del no artista coincide con el horario de trabajo de un payaso. Pág. 101 

 El sueño es algo así como una fiesta, una sublime afinidad entre el hombre y los animales, pero lo festivo del día de fiesta es el vivirlo conscientemente. Pág. 104 Para el público lo más deprimente es un payaso que inspira lástima. Es como un camarero que viniera en silla de ruedas a servirle a usted cerveza. Pág. 114 “Usted confunde la ocasión con el motivo”, dije. Pág. 128 Ambos estábamos muy perplejos. Entre padres e hijos la perplejidad parece ser la única posibilidad de comprensión. Tal vez mi saludo de «padre» sonó muy patético y acrecentó la perple¬jidad, ya de por sí inevitable. Mi padre, en su asiento de color de orín, miró meneando la cabeza mis zapatillas empapadas, mis calcetines mojados y el albornoz demasiado largo que pa¬ra colmo era de un rojo de fuego. Mi padre no es alto, es deli¬cado, y atildado con tan sabio descuido que las gentes de la te¬levisión se lo disputan siempre que se debate alguna cuestión económica. También irradia bondad y buen juicio, y ha llega-do a ser más famoso como astro de la televisión que como el Schnier del lignito. Odia cualquier matiz de brutalidad. Al ver¬le, uno esperaría que fumase cigarros, no gruesos, sino delgados y finos, pero que fume cigarrillos da la impresión, en un capi¬talista de casi setenta años, de gran elegancia e ideas avanza¬das. Comprendo que le hagan intervenir en todos los debates en que se trata de dinero. Se nota que no sólo irradia bondad, si¬ no que además es bondadoso. Le tendí los cigarrillos, le di fuego, y al inclinarme hacia él, dijo: «No sé gran cosa de pa¬yasos, pero sí algo. Que se bañen en café es nuevo para mí.» Sa¬be ser jocoso. «No me baño en café, padre», dije, «sólo quería prepararme café, pero lo he echado a perder». Pág. 142 «No es desorden», dije, «es una forma de descanso». Pág. 144 «Te parecerá estúpido seguramente», dijo, «si te hablo con solemnidad, pero, ¿sabes qué es lo que te falta? Te falta lo que ha¬ce hombre a un hombre: saber resignarse». Pág. 148 «¿Crees que me sentó bien cuando Leo me dijo que se hacía católico? Fue tan doloroso para mí como la muerte de Henriet¬te; no me habría dolido tanto si me hubiese dicho que se hacía comunista. Eso puedo concebirlo, que un joven albergue un fal¬so sueño de justicia social y todo eso. Pero aquello.» Pág. 148 «¿No te resulta aburrido no tener enemigos?» Pág. 150 La forma más barata del ascetismo es el hambre… Pág. 166 «Maldita sea, de niños sólo sabíamos que éramos muy ricos, muy ricos, pero de ese dinero no recibimos nada, ni siquiera comer lo que es debido» Pág. 167 Le explicaría al Papa que, en realidad mi matrimonio con Marie se había frustrado a causa del casamiento civil, y le rogaría que me considerase una especie de antípoda de Enrique VIII: éste había sido polígamos y creyente, yo era monógamo e infiel. Pág. 183 Lo que los demás llaman no ficción a mí me parece muy ficticio. Pág. 185 Mi rodilla se había hin¬chado tanto que el pantalón comenzaba a hacerse estrecho, tan fuerte era el dolor de cabeza que casi era sobrenatural: un dolor incesante e irresistible, en mi alma había más oscuridad que nunca, luego estaba la «concupiscencia carnal», y Maríe es¬taba en Roma. Yo la necesitaba, su piel, sus manos en mi pecho. Tengo, como Sommerwild expresó una vez, «una inclinación aguda y cierta hacia la belleza física», y me gusta ver a mi al-rededor mujeres bonitas, como mi vecina, la señora Grebsel, pe¬ro no experimentaba ninguna «concupiscencia carnal» por estas mujeres, y a la mayoría de las mujeres esto les ofende, aunque ellas, si yo sintiese deseos e intentase satisfacerlos, seguramen¬te llamarían a la policía. Es una historia complicada y cruel, eso de la concupiscencia de la carne, para los hombres no monóga¬mos es probable que sea una constante tortura, para los monó¬gamos como yo una continua coacción a una latente descorte¬sía, la mayoría de las mujeres en cierto modo se ofenden si no experimentan lo que ellas conocen por Eros. Pág. 186 El periódico de la tarde a veces alivia: me deja va¬cío como la televisión. Pág. 187 Ciertamente saben todos que un payaso debe ser melancólico, para ser un buen payaso, pero que para él la melancolía es una cosa muy seria, eso sí que no lo comprenden. Pág. 192 «Sí, la Iglesia es rica, tan rica que apesta. En realidad apesta a dinero, como el cadáver de un hombre rico. Los cadáveres de los pobres huelen bien, ¿lo sabía usted?» Pág. 197 Una mujer puede expresar o fingir tanto con sus manos, que a mí las manos de un hombre me pare¬cen tacos de madera encolados. Las manos de hombre sirven pa¬ra dar apretones de manos, para castigar, naturalmente para disparar y para firmar. Estrechar las manos, castigar, disparar, firmar cheques cruzados, esto es todo lo que pueden hacer las manos de los hombres y, naturalmente, trabajar. Las manos de las mujeres casi dejan de ser manos: tanto si extienden mante¬quilla sobre el pan como si separan los cabellos de la frente. Ningún teólogo ha tenido nunca la idea de predicar sobre las ma¬nos de las mujeres en el Evangelio: Verónica, Magdalena, María y Marta; nada más que manos de mujeres en el Evangelio, que prodigaron caricias a Cristo. En lugar de esto, predican sobre le¬yes, normas disciplinarias, arte, estado. Cristo sólo se ha rela-cionado, por así decirlo, privadamente, casi con mujeres nada más. Natura1mente que necesitaba hombres, porque suponían, cómo Kalick, una relación con el Poder, sentido de la organiza¬ción y demás zarandajas. Necesitaba hombres, así como en un cambio de domicilio se requieren transportistas de muebles, pa¬ra los trabajos rudos, y Pedro y Juan fueron tan amables, que casi no fueron hombres, mientras que Pablo fue tan viril como correspondía a un romano. Pág. 204 Una vez discutí con Kinkel sobre el concepto que él tenía del «sueldo mini-mo». Kinkel pasaba por ser uno de los más geniales especialis¬tas en tales temas, y creo que se habló del sueldo mínimo para una persona que vive sola en una capital, no contando el alquiler, fijándolo en un principio en ochenta y cuatro marcos, y más tarde en ochenta y seis. No quise, en modo alguno, oponerle la objeción de que él mismo, a juzgar por aquella irritante anéc¬dota que él nos contó, sostuvo por sueldo mínimo suyo, uno treinta y cinco veces superior a aquél. Tales objeciones pasan por demasiado personales y de mal gusto, pero el mal gusto con¬siste en calcular así el sueldo mínimo de los demás. Pág. 217 Una vez preparé un número bastante largo, «El general», lo ensayé mucho tiempo, y cuando lo representé obtuvo lo que en nuestro mundo se llama un éxito: es decir, una parte del públi¬co rióse, otra parte se enfadó. Cuando después de la función, con el pecho hinchado de orgullo, entré en el guardarropa, me es¬peraba una anciana, muy pequeña. Después de cada actuación estoy siempre irritado, sólo puedo soportar a Marie a mí alrede¬dor, pero Marie había dejado entrar a la anciana en mi guar¬darropa. Comenzó a hablar antes de que yo cerrase la puerta y me explicó que también su marido había sido general, que ha¬bía caído en el frente y que con anterioridad le había escrito a ella una carta rogándole que no aceptase ninguna pensión. «Aún es usted muy joven», dijo, «pero es lo suficientemente adulto pa¬ra comprenderlo», y después salió. Desde aquel momento ya no pude volver a representar el número del general. La llama¬da Prensa de izquierdas escribió de ello que yo me había deja¬do intimidar por los reaccionarios, la Prensa de derechas escri¬bió que yo había comprendido al fin que hacía el juego al Este, y la Prensa independiente escribió que era evidente que yo ha¬bía renegado de todo extremismo y de todo compromiso. Todo pamplinas. No pude representar más aquel número porque ya siempre tendría que pensar en aquella anciana pequeñita, que es probable que viviese miserablemente, entre la burla y la mofa de todos. Cuando no encuentro gusto en una cosa, dejo de hacerla, lo cual, para ser explicado a un periodista, es probable ¬que sea muy complicado. Ellos deben siempre «presentir» algo, «darles en la nariz», y existe el tipo muy frecuente de periodis¬ta malicioso que nunca se da cuenta de que él mismo no es nin¬gún artista y ni siquiera tiene madera para ser un buen mecenas. Aquí falló naturalmente el olfato, y se dicen disparates, casi siempre en presencia de muchachas bonitas que aún son lo bas¬tante ingenuas para contemplar con admiración a aquel chapu¬cero, sólo porque él, en su periódico, tiene su «camarilla» y su «influencia». Existen formas de prostitución curiosamente des¬conocidas, comparadas con las cuales la auténtica prostitución es una profesión honrada: aquí por lo menos se ofrece algo por el dinero. 223-224 Hasta este camino, el de buscar consuelo en el amor merce¬nario, me estaba vedado: no tenía dinero. Pág. 224 Ah, en Italia por lo visto hasta los cardenales son de "buena familia".» Sencillamente encantador. Pág. 224 «Aquí no estás en tu casa», una afirmación triplemente gratuita, porque se parte del supuesto de que uno se comporta en casa igual que un cerdo, que uno sólo se encuentra a gusto cuando se comporta como un cerdo y que uno, por ser niño, no debe estar a sus anchas a ningún precio. Pág. 226 

 Es enojo tener padres ricos, y más enojoso aún si uno no ha sacado nada de riqueza. Pág. 228 No había que poner muchas esperanzas en Leo, tenía curiosas ideas sobre el dinero, como una monja sobre el «amor conyugal» Pág. 229 Naturalmente, podía acogerme al seno de la Iglesia protestante. Sólo que al pensar en tal seno me estremezco de frío. Al pecho de Lutero si me hubiese acogido, pero al de la Iglesia protestante no. Pág. 229 Se rumorea por la ciudad, señora mía, que usted deja que sus niños anden desnudos. Es demasiado. Y una vez al hablar, se descubrió usted con imprudencia: dijo que quería a «un hom¬bre», en vez de decir a «mi marido». Se rumorea también que us¬ted se sonríe ante el resentimiento sordo que aquí alimentan todos contra ese viejo carcamal político que nunca acaba de mar-charse. A usted le parece que todos son como él, con menos des¬caro. Todos se creen imprescindibles. Todos leen novelas poli¬cíacas. Y claro que es una pena que las tapas de las novelas policíacas no encajen en los pisos decorados con tanto gusto. Los daneses han olvidado extender su estilo a las tapas de las no¬velas policíacas. Los finlandeses serán más listos, y ofrecerán so¬brecubiertas por el estilo de sillas, sillones, copas y ollas. Hasta en casa de Blothert se encuentran novelas policíacas; no estaban bastante escondidas aquella noche en que registraron la casa. Siempre a oscuras, señora mía, en el cine y en la iglesia, a os¬curas en la sala oyendo música sacra, siempre huyendo de la cla¬ridad de las pistas de tenis. Muchos susurros. Las confesiones de treinta y cuarenta minutos en la catedral. Indignación apenas disimulada en los rostros de los que aguardan. Dios mío, ¿qué pe¬cados tendrá que confesar?: tiene el más encantador, guapo y hon¬rado marido. Bonísima persona. Una hijita encantadora, dos coches. Irritada impaciencia detrás de la reja, el inacabable susurro que va y viene sobre el amor, el matrimonio, el deber, el amor, y por último la pregunta: «Pero si ni siquiera se entibia su fe, ¿por qué sufre usted, hija mía?» Tú no puedes expresar, ni siquiera pensar, lo que yo sé. Su¬fres por un payaso, de profesión designada oficialmente como «cómico», no afiliado a ninguna iglesia. Pág. 230-231 Me miré en el espejo: mis ojos estaban completamente vacíos, por primera vez no tuve necesidad de vaciármelos antes de pasar media hora mi¬rándome al espejo y haciendo gimnasia facial. Era el rostro de un suicida, y cuando comencé a maquillarme mi rostro era el de un muerto. Me extendí vaselina por toda la cara y desgarré un tubo de maquillaje blanco que estaba medio seco, extraje lo que pude y me teñí del todo blanco: ningún trazo negro, ni un punto rojo, todo blanco, incluso las cejas. Encima, el pelo parecía una peluca; la boca no maquillada era oscura, casi azul; los ojos, azul claro como un cielo de verano, vacíos como los de un cardenal que se niega a reconocer que hace tiempo que ha perdido la fe. Pág. 232 Lo malo era que yo no podía engañar a Edgar, con él no podía fingir. Yo era el único testigo de que él había verdaderamente corrido los cien metros en 10,1 segundos, y él era de los pocos que siempre me aceptaron tal como soy, a quienes me mostraba tal como soy. Él no depositaba su fe más que en determinadas personas; los de¬más creían en algo más que en las personas: en Dios, en el di¬nero abstracto, en el Estado y en Alemania. Edgar no. Pág. 233 Un artista tiene siempre la muerte a mano, como un buen cura su breviario. Pág. 239 A los ricos les regalan más cosas que a los pobres, y lo que tienen que comprar casi siempre lo obtienen más barato: mamá tiene todo un catálogo de mayoristas, y la creo capaz de conseguir incluso los sellos de correo con rebaja. Pág. 243 «Dice el Papa Juan: No votes Por la democristiandad. Mira que la caridad Consiste en no hacer más pobres» La costumbre profesional es la mejor protección: sólo para aficionados y para santos hay cuestiones de vida o muerte. Pág. 252 Con el almohadón bajo el bra¬zo izquierdo y la guitarra bajo el derecho, me encaminé una vez más a la estación. Noté los primeros indicios de que estábamos en el momento del año que aquí llaman «de los locos». Un jo¬ven borracho y disfrazado de Fidel Castro quiso empujarme, pe¬ro le esquivé. En la escalera de la estación aguardaba un grupo de toreros y de mujeres con mantilla. Había olvidado que está¬bamos en carnaval. Tanto mejor. Un profesional pasa inadver¬tido entre aficionados. Puse el almohadón en el tercer peldaño, me senté, me quité el sombrero y coloqué dentro el pitillo, no del todo en el centro ni tampoco a un lado, como si lo hubieran dejado caer desde arriba, y me puse a cantar Dice el Papa Juan. Nadie se fijó en mí, ni tampoco me convenía: al cabo de dos, tres horas empezarían a fijarse. Me interrumpí al oír dentro los altavoces. Anunciaban la llegada de un tren de Hamburgo, y seguí cantando. Me sobresalté cuando cayó la primera mone¬da en el sombrero: era de diez pfennigs, y dio en el pitillo y lo desvió demasiado a un lado. Volví a ponerlo en su sitio y seguí cantando. Pág. 254[…] Publicado hace 16th June 2011 por Wilder Buleje. 

 […] «Soy un payaso y colecciono momentos» con estas palabras se describe a sí mismo Hans Schnier, un artista venido a menos, destruido por la pérdida de un horizonte social y personal que le es tan ajeno como la felicidad que le ha sido vetada. Narrada en primera persona, Opiniones de un payaso es la obra con la que Heinrich Böll (Premio Nobel de Literatura 1972) se situó definitivamente en el centro de la conciencia alemana, no solamente de la literaria sino sobre todo de la moral, política y religiosa. Católico ferviente, Böll se sintió obligado a manifestar su repugnancia ante las formas de adulteración y perversión que ciertos elementos representativos del catolicismo alemán creyeron conveniente adoptar con el fin de defender posiciones del poder político. A través de la irónica, inconformista, y a la vez conmovedora historia de «su payaso» Böll quiso devolver al catolicismo la conciencia de su espiritualidad y de sus deberes con las personas y sus humildes y patéticas pasiones individuales. Humor y ternura convierten estas páginas en el magistral retrato de una sociedad hipócrita y materialista, en una crítica feroz capaz de sobrecoger al admirado lector. No en vano ha sido éste uno de los mayores best-sellers de la literatura alemana de posguerra; no en vano es, hoy en día, un clásico imprescindible.[…]
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