domingo, 18 de julio de 2010

Al CONTRALUZ DE UNA DESPEDIDA de Juana Hernández Conesa



 Yo sabía que nos estábamos despidiendo para siempre. La tarde acariciaba los restos de luz, mientras nuestros ojos se perdían en el laberinto de los adioses. Jamás nos volveríamos a ver.
Me quedé sentado en el andén esperando que se deshilara el invierno de mi corazón. Ella se alejó entre los susurros nostálgicos de los trenes: esos rumores con destino que huelen a reencuentro y ausencia. El tiempo transcurría con torpeza entre maletas, recibimientos, despedidas y silbatos. Una melancolía de abrazos me llenaba de oscuridad: ¡estaba seguro de que la echaría de menos toda mi vida!

Laura, había entrado en mi existencia por la puerta de las casualidades. Yo, por entonces, vivía en un monólogo de compañías absurdas y rutinarias. La asmática certeza en que habitaba me había llevado a pensar que ya no tenía nada por soñar. Estaba infinitamente solo.
Con hastío y un escepticismo impreciso, acepté aquella beca de intercambio universitario sin esperar los gozos de un nuevo horizonte.  En realidad, no esperaba nada. Tenía la seguridad de que, al menos, me alejaría del paisaje de aburrimientos impenitentes que sitiaban mis días.

Coincidimos en la recepción de la Residencia de Profesores, situada en el Departamento de Tuacarembó. Un lugar sobrio pero muy acogedor, donde nos hospedaríamos durante nuestra estancia en Montevideo. Laura emanaba una vitalidad seductora y a pesar de las horas de viaje, del equipaje y de las burocracias, aún se detuvo un instante para sonreírme con esa intensa confabulación de los encuentros inesperados. Su desparpajo tímido y elegante, mientras gestionaba el alojamiento, me despertó de la somnolencia vagabunda con la que me mantenía en el mundo. Cuando desapareció, su figura delicada y menuda se quedó colgada a  la piel de mi silencio apático.

Afuera llovía, y el viento hacía volar hasta las más leves suplicas. Sin embargo, la gente paseaba despacio y  atrincherado tras los cristales, presentí que aquella deteriorada arquitectura humana iba adquiriendo una belleza que hasta entonces me había sido ajena. Algo secreto y extraordinario me cosquilleaba. Era como una brisa desocupada.
Montevideo era la esencia de un recuerdo, todo se presentaba como una melodía de resignación, una resignación obligada por la desolación, inevitable, que producen las dictaduras y los tiranos. Ese lugar donde los ideales se amontonan en la sin-razón y la sonrisa se olvida entre miedos y barbarie.

En las voces cadenciosas de mis compañeros de Facultad existía, junto al mate, la lejanía de la claridad. Compartía con ellos preguntas sin respuesta y escuchaba los relatos de los tiempos en que habían sido el almacén de Europa. Pero esa luz no había dejado flores en sus almas. Era un país civilizado en donde se pasaba hambre. No estaba en África, pero las penurias se percibían sin esfuerzo, como si de una consecuencia de la necedad de los hombres se tratasen.

En los apartamentos disponíamos de una pequeña cocina, que utilizábamos para el desayuno y la cena, para el almuerzo acudíamos a los comedores universitarios. Al cabo de una semana ya nos conocíamos todos y nos reuníamos, por las noches, en la habitación de Carlos con nuestras bolsas repletas de víveres. En la Residencia nos alojábamos más profesores, pero sólo nosotros tres establecimos esta costumbre.

Al principio, Laura apenas hablaba; se compraba en las tiendas de ultramarinos: leche, galletas, y chocolate y más que comer jugaba con la comida; era muy caprichosa y tenía costumbres muy infantiles. Disfrutaba con  todo tipo de gollerías y a mí  aquella actitud me resultaba muy divertida. Parecía que le bastara el aire para vivir. Carlos, le imputaba su comportamiento advirtiéndole de las consecuencias nefastas para su salud que conllevaba aquella forma extravagante de alimentarse; ella, tras la monserga, se contrariaba como una niña y continuaba con sus sueños silenciosos.

Con el paso de los días comenzó a sentirse cómoda con nosotros y nos contaba historias y reflexiones acerca de Montevideo. ¡Hasta había asistido a un partido de la selección uruguaya de fútbol!;(nos confesó que no sabía absolutamente nada de ese deporte) Pero...¡ella se declaraba hincha “seleste”!
Carlos se quedaba en lo superficial de sus relatos y de nuevo le echaba en cara : ¡ qué bien podía haber cedido su entrada a un aficionado! al menos éste habría disfrutado del espectáculo. Pero se equivocaba, Laura también se había divertido, y mucho, con la algarabía y el entusiasmo de la multitud.

Todo lo vivía con tal pasión que parecía ser la única que estaba gozando, en toda su plenitud, de nuestra estancia en Montevideo.
Ya había estado en casa de sus colegas y conocía la verdadera vida cotidiana de las gentes de la República. El agotador pluriempleo al que se veían sometidos para sobrevivir, sus míseros sueldos, y la tragedia de algunos de ellos, que habían padecido largos años de cárcel y torturas escalofriantes  y que nos susurraba con lágrimas en los ojos.
Conocía los pisos donde se representaban obras de teatro, las salas de cine en los garajes, los autobuses con sus arrancadas chirriantes y su interior lleno de un silencio cansado y hambriento, que el mate paliaba, entre amargos y lentos gestos. Escucharla era tan vivificante que esperaba, cada día, la hora de la cena, con la ansiedad propia de un muchacho.

Carlos había asumido compromisos con sus compañeros y comenzó a ausentarse, por lo que fui yo quien prestó el apartamento para continuar con las tertulias. Sabía que ella no lo haría. La confianza entre nosotros se fue transformando en complicidad y Laura pasó de ser cautelosa a ser un volcán de inquietudes. Tenía un sentido del humor singular que a mí me deleitaba y una sensibilidad captadora, que la convertían en la persona con más ternura que había conocido.

Advertí que no le gustaba hablar de lo cotidiano, de lo concreto, de lo que habíamos dejado en nuestros lugares de origen. Sospechaba que era éste un argumento de su alma que le procuraba una suerte de libertad con la que vivir, intensamente, todo aquello que le acontecía. Así, sin los nudos del pretérito se acomodaba en una amnesia primitiva y ociosa donde componía su presente. El carpe diem que todos anhelábamos, sin hacernos con la formula, era para ella la esencia cotidiana de su existencia.

Me fascinaba su capacidad de asombro y sobre todo cómo se las ingeniaba para que el trabajo, al que se entregaba enamorada, no amedrentara el resto de sus ilusiones. A su lado la vida tenía un sentido distinto. Tenía tantos ángulos, tantas aristas, era tan prometedoramente interesante que yo había salido de mi monólogo expresivo sin saber cómo. Tal vez salí porque tuve la intuición de que era un requisito tácito, para que ella hablara con libertad y yo quería sentir esa libertad; la libertad de su alma, que parecía nutrirse de extensiones sin límite.

Apenas quedaban unas semanas para que nuestra estancia en Uruguay concluyera. Comenzamos a pasear por la ciudad y a planificar excursiones con sus compañeros. Pude comprobar que trenzaba relaciones de afecto sin perder su misterio, todos deseaban disfrutar de su fuego transparente. La Biblioteca Nacional -su lugar de trabajo durante la beca- era un edificio solemne que suspiraba con vergüenza, porque la belleza que poseía ya no era apropiada a su dignidad. Te pedía disculpas por presentarse ante ti vestido con aquellos harapos. Harapos de desidia. La desidia del reino de la ignorancia, de las sombras, del miedo y del terror.
El Hospital, donde yo pasaba las horas del intercambio académico, parecía estar bajo los efectos de las bombas; los gatos, famélicos, se paseaban por las dependencias con una impunidad ávida. Se asemejaba a un hospital de campaña, que quisiera aparentar la grandeza del pretérito.

Las tiendas no tenían el disfraz del neón, ni los arrullos aduladores de los dependientes. Allí no existían esas jaulas para el consumo denominadas: “grandes superficies”. Todos eran pequeños comercios para la subsistencia en donde el envoltorio, en papel de estraza, preparaba las manos de la tarde; de una tarde, prendida en la memoria de otros tiempos.

Nos reíamos cuando nuestros paraguas, en las bocacalles, se doblaban arrasados por el viento. Para mí, en Montevideo, todos llevaban los paraguas rotos. Sin embargo, Laura, con su prodigiosa imaginación e ironía, me despertaba de lo obvio diciendo que era la última moda venida “del París de la Francia” y que si ponía interés, al observar, vería paraguas con forma de rosas bañadas por el rocío como en un bosque encantado. Así era ella: un lugar cálido, en una inteligencia eminente y bondadosa.

Cruzamos el Mar del Plata en un viejo buque, cuya quilla chirreaba, lastimera, en cada maniobra; el horizonte gritaba en mitad de una nada confusa y nos sumía en un silencio escandalosamente ebrio de tristezas. Mientras tanto Laura leía fragmentos de La Tregua y, aquel gris tan hondo enredado en su voz, hacía del crepúsculo uruguayo una canción frágil mecida por el viento.

Durante aquellos meses mi vida se fue transformando en un manto de deseos, capaces de hacerme pintar todas las lunas, todas las nubes y todos los mares del mundo ¡Para mí: un hombre que creía que ya no le quedaba nada por soñar! ¿Qué pócima mágica había bebido? Lo ignoraba. Sin embargo, por primera vez  en muchos años, estaba repleto de ilusiones sin nombre, sin fecha; la pasión había invadido mis esperpénticas liturgias.

Pasó el tiempo y regresé, como todos, a mi “nicho ecológico”. Sin embargo, yo no era el mismo que había partido para realizar un intercambio científico. Me entusiasmaba la vida  y sus detalles, con tal fervor, que algunos allegados comenzaron a preocuparse por mi salud. Lo cierto es que dejaron de interesarme las banalidades de tanto ajetreo inútil.  Para mí, la vida se había convertido en una aventura con mayúsculas y no podía explicar lo inexplicable. Era un incomprendido que destilaba alegría.
El divorcio se presentó como el corolario inevitable, pero no lo viví como un fracaso. Interioricé el acontecimiento como la consecuencia de tantos años de ceguera. Recuperé las tentaciones prohibidas y las incorporé a mis días y a mis noches.

Hoy mismo, cuando después de las clases daba un paseo saboreando el atardecer, he sentido esa ingenua capacidad de libertad y entre los últimos silencios del sol he presentido la inmensidad de los instantes  sencillos que nos concedemos, y los he percibido como el equipaje más hermoso. Y he pensado en Laura. Pienso mucho en ella. Y me la imagino dibujando estrellas en algún lugar remoto. Me la imagino contagiando  sonrisas a los desheredados de la Tierra. Me la imagino abrazada al cielo, haciendo mágico lo cotidiano. Me la imagino recitando versos a los dioses y a los hombres...

Y… ¡La echo tanto de menos!

Juana Hernández Conesa

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