martes, 24 de junio de 2014

EL SIGLO DE LAS LUCES de Alejo Carpentier


Hoy, os invito a una fiesta caribeña y barroca. Os invito a la “sinfonía del Caribe”. Os invito al tiempo de la Revolución Francesa, en las Antillas: una maravillosa locura para los sentidos. Os invito a un viaje por la realidad mágica de los ideales.  

Cuando “El siglo de las luces” ( publicada en 1962) y yo misma nos enfrentamos a la siempre interesante y dura tarea que implica, necesariamente, la acción volitiva de “conocerse”, nos miramos con escepticismo. Después, página a página, me sedujo y quedé cautiva de su prosa exuberante y del compromiso por la libertad, siempre incierta y malvendida. 

Entre los sueños de amor, libertad y terror que proponía el argumento fui componiendo la realidad que me circundaba, y a la que nunca he llegado a comprender. Por aquel entonces era, por mi parte, una actitud que rebosaba arrogancia; sí, esa insolencia propia de la ignorancia juvenil. 

 En mi biblioteca existen varias ediciones de “El siglo de las luces”, también las censuradas, y todas están repletas de notas al margen, subrayadas y con signos indescifrables entre sus líneas. Cada una de ellas pertenece a un tiempo: el de la adolescencia, el de la juventud, el del sesudo compromiso social universitario y el de los restos de la vida. Y en todas ellas me hallo. Son como una instantánea. Si bien, nunca he pretendido unir “esas instantáneas” con el afán de conocer quién era, o quién soy en realidad. Aunque, estoy segura de que me darían pistas certeras. 

Tal vez me identifiqué con los distintos personajes, según iba dejando atrás la pedante y cándida adolescencia. Tal vez, sí. Pero no lo sé. Cuando visité la Habana, busqué la casona en donde habitaban: Sofía, Carlos y Esteban, con su orfandad, su luto y su mundo repleto de magia, de misterio y de vida, a través de los libros; busqué la alegoría de la libertad, busqué a Carpentier, pero un grito de angustia me contrajo hasta el vómito. ¿Era una representación del cuadro de Munch, lo que bullía en mi cabeza? O… ¿era Goya simbolizando los “desastres de la guerra” que asoló a España y la expulsó de la modernidad? No lo sé. Sé que el macabro pintor de la guillotina, David, ese no era. 

Tal vez, el personaje francmasón Víctor Hugues, excelente contador de historias, nos podría responder a tantas y tantas preguntas… 
Porque las preguntas sin respuesta, son hermosas. Nos evitan la convicción dogmática de las verdades incondicionales. Hacen que dudemos, sin prisa, con la calma de la eternidad. 

 ¡Os deseo, en vuestros trabajos y en vuestros días, exuberancia y frondosidad caribeñas: una realidad mágica a ritmo carpentieriano…! 


 Lo que se ha escrito acerca de la novela: 

 […]El Siglo de las Luces’no sólo tiene el característico toque carpenteriano, el barroquismo del estilo y el enaltecimiento de la exuberancia caribeña, sino que lo lleva a cimas insuperables. ‘El Siglo de las Luces’, es una novela espléndida, copiosa en referencias culturales; a no dudar, uno de los clásicos mayores de la literatura latinoamericana. Su trama abunda en peripecias cuyo marco histórico lo proporciona la dramática década final del siglo XVIII. Su hilo conductor: los ecos de la Revolución Francesa en el Caribe. 

Escenarios principales de la narración son el ámbito caribeño y la Francia revolucionaria; secundariamente, en el brinco temporal que conduce al desenlace, el Madrid que ha presenciado los tumultos de mayo de 1808. Entre sus protagonistas, Víctor Hugues destaca por su historicidad: fue Comisario de la Convención en Guadalupe, en la que hizo un verdadero gobierno de terror, y luego Agente del Directorio en Cayena (Guayana Francesa). Completan el trío protagónico los jóvenes cubanos: Sofía y Esteban, quienes no sólo harán a Hugues objeto de afecto y desprecio, a su turno, sino personificación de la grandeza y vileza de la crucial coyuntura finisecular. Hugues los inicia en la ebullición de ideas que promete y, de hecho, ha desencadenado un cataclismo histórico de amplias repercusiones, al tiempo que introduce a Sofía en el mundo del amor. Por no estropear el suspenso, me limitaré a referir someramente el arranque de la trama. Todo principia en La Habana, en torno de 1790. 

Un acaudalado comerciante criollo acaba de fallecer, dejando en la orfandad a sus hijos adolescentes, Sofía y Carlos, quienes se recluyen en la casona familiar en señal de duelo. Con ellos vive su primo Esteban, huérfano desde temprana edad, también adolescente y un verdadero hermano para ambos. La reclusión deviene gradualmente en fiesta, al hacer de la casa un lugar encantado al margen del mundo; mundo del que, no obstante, se maravillan los chicos a través de los libros. Cierto día irrumpe un francés de nombre Víctor Hugues, marsellés afincado en Saint-Domingue (la futura Haití). Desea hacer tratos con el dueño de casa, de cuya muerte obviamente no está informado. Superada la decepción, el francés se revela un prodigioso compañero de juegos y un gran contador de historias; parece un prestidigitador que no acabara de sacarse cosas de la manga. Para mayor admiración de sus nuevos amigos, proporciona al enfermizo Esteban el auxilio providencial del doctor Ogé, mulato y amigo del marsellés. Pero Víctor y Ogé son francmasones y extranjeros, doble motivo de sospecha para las autoridades locales; deben huir de Cuba. Los vaivenes de su fuga arrastran a Sofía y Esteban, quienes se ven abocados a un Caribe convulsionado por la proliferación de ideas revolucionarias y la revuelta de los negros en Saint-Domingue. 

 Los acontecimientos llevan a Víctor y Esteban al otro lado del océano, a una Francia en plena revolución que ya ha dado al mundo, un tiempo atrás, noticias tan pasmosas como el intento de fuga del rey y su captura en Varennes. He aquí que Victor Hugues hace su entrada en la Historia, pues volverá al Caribe oficialmente investido de poderes. Esteban será testigo de su encumbramiento y de su degradación, y mucho padecerán sus juveniles entusiasmos. No menos severo será el impacto en Sofía, en quien la espera no ha hecho sino acrecentar el aura romántica –doblemente romántica, en su caso- del marsellés. Sofía y Esteban aportan, en alternancia, la perspectiva desde la que se presencian y evalúan los actos de Víctor Hugues. Con Hugues hace su entrada la Revolución en el Caribe, representada en el Decreto del 16 Pluvioso del Año II, que “proclamaba la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos otorgados a todos los habitantes” de la Guadalupe; pero también en el símbolo del Terror revolucionario: la guillotina, esa siniestra máquina. 

Es un Hugues demasiado ensoberbecido de su papel el que retorna al Caribe. “Luciendo todos los distintivos de la Autoridad: inmóvil, pétreo, con la mano derecha apoyada en los montantes de la Máquina, Víctor Hugues se había transformado, repentinamente, en una Alegoría. Con la Libertad, llegaba la primera guillotina al Nuevo Mundo”. Y pronto, demasiado pronto, la realidad se impone a los ideales. Los atractivos que depara la novela son variados: acción, romance, un dramático trasfondo histórico con sus connotaciones políticas y filosóficas; los conflictos éticos a los que se ve enfrentado un Esteban tan idealista como vacilante en la acción; en lo que toca a la forma, una prosa gozosa como pocas, tan sugerente que resulta en verdadera fiesta para los sentidos. Al colorido y exuberancia del Caribe corresponden un estilo y un léxico frondosos, a la medida de la desmesura antillana. 

Largos párrafos se suceden, con escasos, breves y punzantes diálogos además de fascinantes descripciones de lugares y objetos. Carpentier era un apasionado de la radiante materialidad caribeña, y vaya que fue capaz de transmitirnos su pasión: en una prosa pletórica de sensualidad, envolvente y fascinante. Abundan sabrosos y expresivos localismos, y es que no hay modo de negarle dignidad a la vertiente caribeña de nuestra lengua común. No por nada se ha calificado a esta novela como ‘sinfonía del Caribe’. No en vano se caracteriza a Carpentier como escritor barroco, caracterización que el propio autor refrendará al promover el Barroco al rango de categoría fundamental en la delimitación de lo latinoamericano. Los pasajes históricos, referidos especialmente a la actuación de Víctor Hugues en calidad de agente de la Revolución, son fidedignos. Para su elaboración Carpentier hizo acopio concienzudo de fuentes documentales, proceso en que pudo además enterarse del destino de connotadas personalidades revolucionarias, caídas en desgracia y condenadas al destierro en la Guayana Francesa -destacan los casos de Jaques Billaud-Varenne y Jean-Marie Collot d’Herbois, quienes contribuyen al empaque histórico de la novela-. Escaso conocimiento hay de la vida de Hugues y poca certeza sobre sus años finales y sobre su muerte, al menos a la fecha en que el escritor redactó la obra. Me parece que el talentoso cubano supo sacar partido de lo que sí se sabe, recreándolo del modo más enjundioso para el lector […]
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