sábado, 31 de julio de 2010

EL BAILE de Iréne Némirosvky


A Iréne Némirovsky (Rusia, 1903-Auschwitz, 1942) me la presentó mi abuela en una edición francesa; yo me hallaba en plena ebullición adolescente. “EL baile” me resultó una obra rápida y fácil de leer, teniendo en cuenta mis exiguos conocimientos del idioma galo. Pero recuerdo que me impresionó, especialmente, la actitud de la Señora Kampf- la madre de Antoinette- y su vulgaridad, imposible de disfrazar con el dinero recientemente adquirido por su marido. Esos “nuevos ricos” que el personaje adolescente: Antoinette, detestaba tanto como yo.
Recuperé “El baile”,del baúl del pasado, cuando fue traducido al castellano y me pareció una  obra de juventud (se había publicado en 1930) en donde ya se adviertían las excelencias de una gran escritora. He seguido toda la obra de Némirovsky, y es un verdadero gozo sentir la sencillez con la que nos presenta la psicología de sus personajes: sus conflictos, sus fracasos y sus intenciones malévolas o ingenuas.
“Suite francesa” (una novela documental e inacabada) fue el hallazgo que la convirtió en una escritora para el gran público a título póstumo, ya en el siglo XXI.
 Hoy os propongo un brindis por esta gran escritora que el dogmatismo gregario y la maldad de los hombres nos arrebató. Disfrutad de “El baile”.


La trama de “El baile” no busca complejidad y adivinas con facilidad lo que va a ocurrir. No es intención de la autora despistar al lector con la sorpresa de un final inesperado. Es una crítica social incisiva y aguda así como un retrato excelente del laberinto de las relaciones humanas.
El matrimonio Kampf y su única hija Antoinette, junto a la institutriz de ésta: miss Betty; conforman la galería de personajes en torno a la cual, Némirovsky, elabora la historia.

Alfred y Rosine – el matrimonio Kampf- se instalan en un lujoso piso en París y adquieren todo lo que el dinero puede comprar. Pero su soledad en ese “mundo” y sus formas, en la intimidad, delatan sus orígenes. Intentan conseguir lo más difícil- ya que no se puede comprar con dinero-: el “saber estar" y las formas "sofisticadas" de proceder; para, de este modo, introducirse en el círculo de la alta sociedad. No entienden que siendo ellos más poderosos económicamente que muchos de esos “pajarracos"  éstos sigan ignorándolos con su "exquisita amabilidad".


La adolescente hija: Antoinette, vive avergonzada y está cansada de los absurdos que su madre le impone- ella misma-o a través de miss Betty. Cansada, también, de las ridículas escenas que su padre y su madre representan delante de los criados.


La idea de dar un baile, en su "magnífico" piso, e invitar a las familias más representativas de la alta sociedad de París les parece el modo más adecuado de llegar a ellas, y ser aceptados en su círculo hermético. 
Encargan a Antoinette que escriba las invitaciones- los Kampf  no se habían codeado con la escritura y la lectura demasiado- ¡qué escriba las invitaciones de un baile al que ella misma no podrá asistir!. Sin embargo, la rebeldía, de la adolescente herida, le dicta una formula impulsiva de venganza- en donde el Sena toma protagonismo- y que tendrá consecuencias sorprendentes.

viernes, 30 de julio de 2010

SEDA de Alessandro Baricco





Alessandro Barico (Italia 1958) es un "arquitecto de lo sublime" que en 1991 nos regala "Tierras de Cristal". Sin embargo, con Seda publicada en 1996 nos eleva, en una suerte de realidad y fábula, hacía lo más entrañable de un cuento y lo más terrenal de un relato breve.  Seda,  llega a mí una tarde en que necesitaba leer, con urgencia, algo distinto de lo que llevaba leyendo en los últimos meses. Mi liturgia de visitar las librerías no siempre resuelve mis apremiantes necesidades del alma; pero sí las mitiga. 
Aquella tarde fue inolvidable. El hallazgo de Seda lo recuerdo como algo hermoso, como un acontecimiento de vital importancia. Hoy, lo comparto con vosotros,desde este espacio virtual llamado: "Invítame a un libro". 
¡ Os invito a Seda de Baricco como quien invita a una copa del mejor champán! 


A través del personaje de Hervé Joncour hacemos un recorrido de las rutinas a las pasiones. Seda, es un libro de caricias que nos hace despertar a la vida con mayúsculas. A la vida que nos pertenece.
En él hallamos esa otra vida alejada de los sentimientos y de la libertad -que practicamos sin ser conscientes de que nos aliena- pasando por la quilla todo lo que percibimos diferente.
Seda, nos regala la maravilla de lo inesperado. El asombro de reconocer que somos un volcán en plena actividad, es uno de sus logros más sublimes.Y la ventaja de no dejarnos morir, es su caricia más bella.

La trama se desarrolla como pretexto, es lineal e intencionadamente reiterativa, es un himno a la cotidianidad. El contexto, establece una analogía entre los gusanos de seda, su ciclo biológico y, de nuevo, las pasiones bellas y efímeras. Del mismo modo, el comercio entre Europa y Japón en el siglo XIX invitan al protagonista a un viaje en donde resolverá llegar con un cargamento añadido.

Baricco,  construye un mundo de amor como el de los poetas y lo va perfilando como un amor entre lo imposible y lo posible, entre lo cierto y lo incierto y, en una categoría inevitable, convierte al amor en el componente inherente a la vida y al sentirse vivo, por antonomasia. La ternura de sus susurros nos hace estremecer con la lentitud, el hermetismo y la pasión  que poseen, solamente, las esperas más hermosas.


jueves, 29 de julio de 2010

EL INFORME DE BRODECK de Philippe Claudel



Philippe Claudel, nació en Francia en 1962, ya era un autor conocido para mí desde 2005 por su obra: "Almas Grises". Después en 2008 cuando se estrena la primera película escrita y dirigida por el propio Claudel: "Hace mucho que te quiero", descubro una faceta más del autor francés, como creador, que me fascina. Pero la orgía de toda su obra, el más allá de todo lo que conocía de él llega con la publicación de: "El informe de Brodeck". Hoy, lo traigo a esta Sala de Lectura para compartir con todos vosotros algunos de sus múltiples matices.
¡Os invito a una copa del mejor vino de la cosecha de Claudel!

La lectura de El Informe de Brodeck es tan intensa, que llega a doler. Es la reconquista de la narrativa que actúa como espejo de lo que los hombres somos capaces de soportar. Una narrativa donde la trama es el pretexto para confesar las miserias y grandezas de nuestra condición. “Hay horas en que todo es de una belleza insoportable, una belleza que parece tan inabarcable y tan dulce sólo para subrayar la fealdad de nuestra condición…” ( pág. 225)

El andamiaje de la novela se sustenta en el silencio, la venganza, la crueldad, la soledad y el miedo. También el amor, con mayúsculas, circunda este laberinto humano. Toda una arquitectura donde Claudel cincela pensamientos sin desligarse del argumento “Qué extraña es la vida del hombre…Una vez metido en ella, a menudo te preguntas qué haces aquí. Puede que sea precisamente por eso que algunos, un poco más listos que los demás, se limitan a entreabrir la puerta, justo para echar un vistazo y, al ver lo que hay dentro, les entran ganas de cerrarla.
Puede que tengan razón…”. ( pág. 137)

En un pueblo perdido entre montañas- un año después de la Segunda Guerra Mundial- Der Anderer, —el Otro, en alemán—, ha sido asesinado en la fonda del pueblo y todos los hombres de la localidad callan. Brodeck, el protagonista, es el único que no está presente. Pero el azar lo lleva al lugar donde se fragua el silencio del crimen y el alcalde lo obliga a elaborar un “informe” para esclarecer los hechos (que de ningún modo han de ser esclarecidos) “Mientras me lo repetía, comprendí hasta que punto era peligroso, porque, en el fondo, ser inocente entre culpables es igual que ser culpable entre inocentes…” ( pág.67)

Era el único habitante que pasó por la Universidad y por el campo de concentración, que dieron por muerto y seguía vivo. Era un extranjero, un marginado en el mismo pueblo de su infancia que le ayudó a forjarse un futuro mejor. Ahora era un condenado, un proscrito al que se castiga con un muro de silencio. “El miedo había cambiado de bando…” ( pág.105)

Todas las noches en el cobertizo teclea en su máquina de escribir- y se descubre escribiendo su propia vida -…” cuando pienso en mi vida, me parece una botella en la que han querido meter más de lo que cabía…” ( pág.178)- ( con el pretexto del “informe”) y es vigilado por todos, hasta la asfixia, que transmite al lector con sus costumbres lentas y sus reservas eternas. “Pero en este mundo es mejor no tener la razón. De lo contrario, te lo hacen pagar caro…” (pág. 245)

Cuando regresó al pueblo hombres y mujeres se convirtieron en muchedumbre. … “la muchedumbre en sí es un monstruo…” “…no hay muchedumbre feliz…” ( pág. 156)

La novela no pierde ocasión para dar respuesta a tanto desatino, unas veces culpa a Dios y otras al hambre, que hace monstruos y confunde las mentes. Al primero, le pregunta si tiene algo que ver en la conformación maligna de la naturaleza humana. “…El creador les ha soplado la receta…” ( pág. 178). Después responde a la ignorancia.
“… No olvides que lo que siempre triunfa es la ignorancia, Brocker, no el saber…”

Pero Brocker, en la grandeza del personaje, es capaz de amar apasionadamente, casi al límite de la ingenuidad. Lo que le otorga una ilusión por la vida absolutamente hermosa. A su hija Poupchette a pesar de las condiciones de su paternidad. “…Te digo que eres mi suerte y mi perdón. Te digo, mi Poupchette, que eres toda mi vida…”
Y el ser capaz de amar y de sentir esperanza en un mundo desalmado es algo que no se perdona. Nos castigan por ello.

miércoles, 28 de julio de 2010

BALZAC Y LA JOVEN COSTURERA CHINA de Dai Sijie



Dai Sjie, que nació en China en 1954, me fue presentado por el librero Diego Marín, gran amigo y uno de los últimos libreros que recomiendan lo que han leído.Diego Marín pertenece a esa estirpe de hombres que aman profundamente su trabajo. Hoy, comparto con vosotros una obra repleta de sensaciones en donde los libros cobran un excepcional protagonismo como fuentes de felicidad, fundamentalmente cuando la realidad nos atormenta.
¡ Os invito a que disfrutéis de la seducción!

Con la despiadada sinceridad de quien ha sobrevivido a una situación límite, Dai Sijie escribe este relato autobiográfico con una maravillosa ligereza narrativa, hasta hacernos sonreír a pesar de la dureza de los hechos relatados. Además de ser un valioso testimonio histórico, es un conmovedor homenaje al poder de la palabra escrita y al deseo innato de libertad, que todos los tiranos prohíben. Ocultar, quemar y tergiversar los libros es una costumbre ancestral para obtener poder, a través de procurar la ignorancia en las gentes y sembrar el terror.
Los libros, son los protagonistas principales y se presentan en esta obra con toda su grandeza.

En una aldea extraviada en las montañas del Fénix del Cielo, cerca de la frontera con el Tíbet, dos adolescentes chinos, Luo y Ma, son enviados para cumplir con el proceso de «reeducación» implantado por Mao Zedong a finales de los años sesenta.

Padeciendo unas condiciones de vida sórdidas y con unas posibilidades casi nulas de regresar algún día a su lugar de origen, van dejando pasar los días perdidos en un gris de necedad. De repente, todo cambia con la aparición, que les confiesa la joven costurera, cómplice entre el amor y la amistad, de una maleta clandestina que el Gafotas, hijo de intelectuales “enemigos del pueblo” esconde cuidadosamente y que está repleta de obras emblemáticas de la literatura occidental.

Así pues, gracias a la lectura de Balzac, Dumas, Stendhal o Romain Roland, los dos jóvenes, trabajando de día y leyendo de noche con el miedo a ser descubiertos, explorarán un mundo rebosante de poesía, sentimientos y pasiones desconocidas, y aprenderán que un libro puede ser un instrumento valiosísimo para colmar el alma y el cuerpo de la hambruna de la barbarie. También contando lo leído descubrirán el poder de seducción de las “historias”.

martes, 27 de julio de 2010

EL ÚLTIMO ENCUENTRO de Sándor Márai


Hace años que el autor húngaro Sándor Márai (1900-1989) llegó a mi vida a través de "El último encuentro". Su excelente prosa y sus historias con sabor a verdad y a vida me cautivaron.¡Me declaro una adicta de Sándor Márai! Hoy comparto, con todos vosotros, las reflexiones que aquella apasionante lectura, dejó en mi persona. La esencia de su ritmo narrativo, junto a una historia acerca de la amistad y de la traición compusieron una nueva dimensión en el almanaque de mis trabajos y mis días.
¡Os invito a que disfrutéis,siempre, de " El último encuentro!

Aquel verano, una carta, esperada durante cuarenta años( exactamente cuarenta y un años y cuarenta y tres días) cambiará la vida del General. Éste se había instalado en las liturgias de los días y de las noches y, en las sombras que proporcionan al alma los fantasmas del recuerdo. Habitaba, junto con sus pensamientos y las enfermedades que la edad le iba otorgando, recluido voluntariamente, en una de las habitaciones de su castillo al pie de los Cárpatos.

Nini, era la piedra angular que sostenía el puente delicado que debe trenzarse entre el pasado y el presente. Nini, a quien describe magistralmente Márai, era un silencio de noventa y un años que hacía milagros con su sonrisa; hasta el punto de hacer sentir vergüenza a la egolatría. Se conocían a la perfección, mejor que los amantes, mejor que los hijos y los padres. Nodriza, cuidadora, acompañante en el dolor y en la muerte y confidente de todas las piedras de aquel lugar. Nini, era la memoria.

Tendrían una visita después de veinte años. A nadie, de aquel: “otro tiempo”, habían recibido desde entonces. Y sin embargo, todo debía disponerse como si la vida estuviera viva. Un duelo entre Henrik y Konrád. Una venganza a la que le había concedido el don exquisito de la espera.
Konrád, el chico pobre, había entrado en su vida por el ímpetu que tenía Henrik de ser amado. Habían cruzado la adolescencia juntos, compartían el mismo libro y la misma ropa. Compartieron, la caza, el placer de montar a caballo por aquellos parajes húngaros, la amistad, la vida militar y el amor.

Sin embargo, Konrád albergaba un secreto: la música y la lectura. Pero no una música para el olvido o la evasión. Era una música para la realidad. Y una lectura acerca de la convivencia humana y el desarrollo social. Además, de no visitar los ambientes mundanos de Viena que frecuentaba Henrik y de vivir en la reflexión y en la austeridad.

La amistad y el amor parecen perdonar todo: la riqueza y la pobreza, el vacío intelectual y la vanidad.
Después, la vida nos da otra lección a modo de epílogo.

sábado, 24 de julio de 2010

EL PRIMER AMOR de Juana Hernández Conesa



Todos los días, a la salida del colegio, pasaba por la librería con la más ridícula de las excusas. Ella, siempre acudía a la misma hora a comprar lápices o cuadernos. Yo me quedaba mirando los anaqueles donde se amontonaban los libros prohibidos e invariablemente la dependienta- una amargada solterona de nariz aguileña y voz chirriante- me atendía diligente y con una mirada de desaprobación.

― ¡¿Qué quieres?! Ahí no encontrarás nada adecuado para tu edad.

Yo me sonrojaba como un pavo y pedía azorado un recambio de bolígrafo, mientras Ella- por entonces no conocía su nombre- me miraba con una sonrisa que me dejaba en las nubes de Babia.

― ¡Niño! aquí tienes el cambio y a ver si aprendes a dar las gracias, ¡esto ya no es lo de antes!- refunfuñaba, de nuevo, con su voz chirriante- no saben decir ni buenas tardes, ni gracias. ¡Adónde iremos a parar!

 Cabizbajo, cogía las monedas y sin decir una palabra abandonaba la librería, huyendo de aquella gallina que parecía querer picotearme con su pico desafinado.
Después salía a la calle y la esperaba. Esperaba a la sonrisa. Con sus trenzas rubias y su uniforme impecable. La acompañaban otras amigas y reían entre ellas cuchicheando. Yo trataba de saber donde vivía y las seguía a una prudente distancia. Para no despertar sospechas.

― Helena, me quedo en tu casa para hacer los deberes- dijo una de sus amigas.

― De acuerdo, sube.

¡No me lo podía creer! En menos de un segundo “la sonrisa” tenía un nombre y un nombre épico: ¡Helena! No era un nombre vulgar. Yo sabía que no podía serlo. Ella, era tan delicada que no podía llamarse Pepi o Luci. No, se llamaba, naturalmente, Helena.

Me distancie de ellas y me quedé mirando un escaparate de aeromodelismo, aunque en aquel momento no sé muy bien si miraba o me miraban. El corazón me dolía de la cabalgada que había emprendido y las manos me sudaban como si las acabara de lavar. La cartera me pesaba tanto que podría haber declarado, sin cometer perjuro, que llevaba en ella todo el peso de las Columnas de Hércules.

Cuando ya habían desaparecido me acerqué a la calle para anotar en mi memoria la dirección: Calle de las Lilas nº 7. La portera me miró con cierta sospecha y ya no tuve fuerzas para preguntarle por el número del piso. Además se lo contaría por la mañana a su madre. Tendría que pensar una estrategia.

― Alejandro, siempre llegas tarde ¿de dónde vienes?
¿ te encuentras mal? ¡Este niño cada día está más delgado y apenas parece estar en este mundo!

― No te preocupes hija. Es la edad.

― Papá ¿ cómo no me voy a preocupar? Si no contesta cuando le hablo. ¡Con lo sola que estoy y este hijo tan silencioso! ¡Dios mío ten piedad de mí!

Mi familia era muy singular. Vivía con mi abuelo y mi madre. Mi padre había muerto. Yo era, por tanto, un niño huérfano de guerra. Hijo único y nieto único. Mi abuelo era la gran ventaja de esta orfandad tan lastimera: un militar republicano con ganas de quererme. Nada de rencores a la vida. Bastante teníamos en casa con mi madre, que no sólo no había superado la muerte de mi padre sino que no comulgaba con las ideas de mi abuelo. Y además se pasaba el día rezando en la iglesia o en la Asociación de Viudas Católicas. 
Mi madre era desgraciada. Pero eso lo comprendí muchos años después.

Él, mi abuelo, era mi amigo, mi mejor amigo. La edad nunca fue un obstáculo entre nosotros. Esperábamos a que mi madre se acostara para leer y conversar con el fingimiento y la complicidad de que me ayudaba a hacer los deberes.
Sabía más que cualquier chico de mi edad. Y no teníamos secretos. Él estaba al corriente de lo de “la sonrisa”. Aquella noche le conté que ya sabía su nombre y le pareció bellísimo. Me habló de Helena de Troya y quedó en preparar una táctica para que yo conquistara a la chica de mis sueños.

― ¡Ánimo chico!, las mujeres se han de conquistar como las fortalezas: ¡con valentía! ¡Y a mi nieto eso no le falta!. Así conquisté yo a tu abuela Leonor. Ah! qué tiempos aquellos…

― Abuelo,¿tú te ponías nervioso cuando la veías?

― Nada, nada. Eso hemos de corregirlo. Ella no puede advertir debilidad. Sino estás perdido.

― Vale. Pero es que yo estoy seguro que se dará cuenta de que me sonrojo y eso… ¿cómo lo evito?

― ¡Con un par! ¿Lo entiendes? ¡Con un par! ¡Un hombre no puede sonrojarse delante de una mujer! ¡Jamás!

Me quedé pensativo y un poco triste. A mi edad- 14 años- mi abuelo había sido más valiente que yo. Pero él se dio cuenta de que me había dejado fuera de combate y rectificó.

― Alejandro, antes de que vuelvas a verla idearemos un plan de ataque y para ello deberás entrenarte con otras chicas que no te gusten. Ahí está la clave. ¡Si es que los chicos de ahora no estáis vividos!

― ¿Pero si no me gustan para que voy a hacer el esfuerzo?

― Para curtirte. Para aprender a mantenerle la mirada a una mujer. Para conocerlas. Para saber qué debes decir y cuando lo has de decir. Para saber lo que buscan. Para distinguir las intenciones. ¡Para hacerte un hombre!. Ay! si tu madre me dejara…

Siguiendo las órdenes de mi abuelo evité encontrarme con “la sonrisa” durante mucho tiempo y emprendí la instrucción que el abuelo- militar me había impuesto. Después de misa me reunía con otras niñas y paseábamos por el parque hasta la hora de la comida. Por la tarde quedábamos para ir al cine. Y así pasaba los sábados y los domingos. Mi madre estaba muy contenta porque me veía con los hijos de sus amigas y hasta llegó a confesar que era muy locuaz con las chicas según sabía ella por “un pajarito”.

Lo cierto es que yo me pasaba las noches pensando en Helena y que ninguna de aquellas niñas hacía que me sonrojara o que jadeara mi corazón. A pesar de mi confesión, el abuelo estaba convencido de que la batalla estaba casi ganada.

Una tarde pudo más mi instinto de enamorado que la disciplina castrense y pasé por la librería. Allí estaba Helena con su "sonrisa" y yo con mi "taquicardia". La instrucción había servido de poco-pensé decepcionado-. El abuelo se quedó meditando cuando le conté lo sucedido y decidió que debía enfrentarme, como un valiente, ante la vida o la muerte.
Y así lo hice. Al día siguiente la esperé a la salida de la librería y me dirigí a ella- preso de pánico- ¡pero como un valiente!.

― Helena,¡hola! soy Alejandro. ¿Puedo acompañarte?

― Voy acompañada.

― Bueno, pues os acompaño a todas.

― Vale. De acuerdo.

Me situé a su lado y le pregunté si podía esperarla el sábado para pasear. Yo a esas alturas de la ofensiva sabía que me había sonrojado y que me ardía el corazón.

― No creo que mis padres me dejen.

― ¡Pues salimos todos juntos! Con tus amigas también.

― De acuerdo ¡El sábado a las cinco!

 ― Allí estaré.

Vivía en el 5º piso. Esperé a que la portera le diera las buenas tardes y continué con las amigas hasta – como haría un caballero- acompañarlas a todas a sus respectivas casas.

― ¡Adiós Alejandro!

― ¡Gracias Alejandro!

― ¡Hasta el sábado Alejandro!

Llegué a casa y se lo conté a mi abuelo. Me felicitó y me condecoró con la medalla al mérito mujeril.
Los días hasta el sábado se hicieron eternos. Pero mi abuelo decía que es como en las trincheras antes de un ataque. Es necesario saber controlarse. Y sobretodo no pensar. Cabeza fría, Alejandro. No lo olvides, cabeza fría.
Pero yo a quien no olvidaba era a Helena y lo de la cabeza fría no lo comprendía muy bien.

A las cinco- con el corazón roto- estaba en la C/ de las Lilas nº7. Después llegaron más chicos y las amigas. Por fin, bajó Helena.

― ¡Hola a todos!. ¿Ya os habéis presentado?

― Sí- coreamos al unísono-.

― ¡Alejandro es un nuevo amigo!

Yo me sentí un héroe de guerra ¡había pronunciado mi nombre! Y sonaba a música del cielo cuando salío de su voz. Comenzó el paseo y un chico se colocó a su lado. Se reían y parecían divertirse. Yo quedé rezagado entre el resto del grupo.

― Alejandro, creo que debo decirte que Helena y Roberto se gustan. Y quieren ser novios cuando sean mayores.

― Gracias, Beatriz.

En ese momento torcí por la calle contraria y abandoné al grupo con una despedida tímida. Miré hacia atrás y por primera vez “la sonrisa” me dedicó un adiós amistoso mientras continuaba al lado de aquel tal Roberto,  al que yo odiaba como a un enemigo. Lloré como un cobarde y me fui a casa como un desertor.

― Abuelo, ¡hemos perdido la guerra!- le dije desgarrado por el dolor-.

― Nada de eso ¡Has sido muy valiente! Además, has superado la instrucción más difícil: la de morir en el campo de batalla ¡Ahora ya estás preparado para disparar a quemarropa!
Y así sucedió: Helena fue mi primera novia, y Roberto quedó derrotado en un asalto por sorpresa que, lógicamente, mandaba mi abuelo desde nuestro Cuartel General.




Juana Hernández Conesa

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domingo, 18 de julio de 2010

Al CONTRALUZ DE UNA DESPEDIDA de Juana Hernández Conesa



 Yo sabía que nos estábamos despidiendo para siempre. La tarde acariciaba los restos de luz, mientras nuestros ojos se perdían en el laberinto de los adioses. Jamás nos volveríamos a ver.
Me quedé sentado en el andén esperando que se deshilara el invierno de mi corazón. Ella se alejó entre los susurros nostálgicos de los trenes: esos rumores con destino que huelen a reencuentro y ausencia. El tiempo transcurría con torpeza entre maletas, recibimientos, despedidas y silbatos. Una melancolía de abrazos me llenaba de oscuridad: ¡estaba seguro de que la echaría de menos toda mi vida!

Laura, había entrado en mi existencia por la puerta de las casualidades. Yo, por entonces, vivía en un monólogo de compañías absurdas y rutinarias. La asmática certeza en que habitaba me había llevado a pensar que ya no tenía nada por soñar. Estaba infinitamente solo.
Con hastío y un escepticismo impreciso, acepté aquella beca de intercambio universitario sin esperar los gozos de un nuevo horizonte.  En realidad, no esperaba nada. Tenía la seguridad de que, al menos, me alejaría del paisaje de aburrimientos impenitentes que sitiaban mis días.

Coincidimos en la recepción de la Residencia de Profesores, situada en el Departamento de Tuacarembó. Un lugar sobrio pero muy acogedor, donde nos hospedaríamos durante nuestra estancia en Montevideo. Laura emanaba una vitalidad seductora y a pesar de las horas de viaje, del equipaje y de las burocracias, aún se detuvo un instante para sonreírme con esa intensa confabulación de los encuentros inesperados. Su desparpajo tímido y elegante, mientras gestionaba el alojamiento, me despertó de la somnolencia vagabunda con la que me mantenía en el mundo. Cuando desapareció, su figura delicada y menuda se quedó colgada a  la piel de mi silencio apático.

Afuera llovía, y el viento hacía volar hasta las más leves suplicas. Sin embargo, la gente paseaba despacio y  atrincherado tras los cristales, presentí que aquella deteriorada arquitectura humana iba adquiriendo una belleza que hasta entonces me había sido ajena. Algo secreto y extraordinario me cosquilleaba. Era como una brisa desocupada.
Montevideo era la esencia de un recuerdo, todo se presentaba como una melodía de resignación, una resignación obligada por la desolación, inevitable, que producen las dictaduras y los tiranos. Ese lugar donde los ideales se amontonan en la sin-razón y la sonrisa se olvida entre miedos y barbarie.

En las voces cadenciosas de mis compañeros de Facultad existía, junto al mate, la lejanía de la claridad. Compartía con ellos preguntas sin respuesta y escuchaba los relatos de los tiempos en que habían sido el almacén de Europa. Pero esa luz no había dejado flores en sus almas. Era un país civilizado en donde se pasaba hambre. No estaba en África, pero las penurias se percibían sin esfuerzo, como si de una consecuencia de la necedad de los hombres se tratasen.

En los apartamentos disponíamos de una pequeña cocina, que utilizábamos para el desayuno y la cena, para el almuerzo acudíamos a los comedores universitarios. Al cabo de una semana ya nos conocíamos todos y nos reuníamos, por las noches, en la habitación de Carlos con nuestras bolsas repletas de víveres. En la Residencia nos alojábamos más profesores, pero sólo nosotros tres establecimos esta costumbre.

Al principio, Laura apenas hablaba; se compraba en las tiendas de ultramarinos: leche, galletas, y chocolate y más que comer jugaba con la comida; era muy caprichosa y tenía costumbres muy infantiles. Disfrutaba con  todo tipo de gollerías y a mí  aquella actitud me resultaba muy divertida. Parecía que le bastara el aire para vivir. Carlos, le imputaba su comportamiento advirtiéndole de las consecuencias nefastas para su salud que conllevaba aquella forma extravagante de alimentarse; ella, tras la monserga, se contrariaba como una niña y continuaba con sus sueños silenciosos.

Con el paso de los días comenzó a sentirse cómoda con nosotros y nos contaba historias y reflexiones acerca de Montevideo. ¡Hasta había asistido a un partido de la selección uruguaya de fútbol!;(nos confesó que no sabía absolutamente nada de ese deporte) Pero...¡ella se declaraba hincha “seleste”!
Carlos se quedaba en lo superficial de sus relatos y de nuevo le echaba en cara : ¡ qué bien podía haber cedido su entrada a un aficionado! al menos éste habría disfrutado del espectáculo. Pero se equivocaba, Laura también se había divertido, y mucho, con la algarabía y el entusiasmo de la multitud.

Todo lo vivía con tal pasión que parecía ser la única que estaba gozando, en toda su plenitud, de nuestra estancia en Montevideo.
Ya había estado en casa de sus colegas y conocía la verdadera vida cotidiana de las gentes de la República. El agotador pluriempleo al que se veían sometidos para sobrevivir, sus míseros sueldos, y la tragedia de algunos de ellos, que habían padecido largos años de cárcel y torturas escalofriantes  y que nos susurraba con lágrimas en los ojos.
Conocía los pisos donde se representaban obras de teatro, las salas de cine en los garajes, los autobuses con sus arrancadas chirriantes y su interior lleno de un silencio cansado y hambriento, que el mate paliaba, entre amargos y lentos gestos. Escucharla era tan vivificante que esperaba, cada día, la hora de la cena, con la ansiedad propia de un muchacho.

Carlos había asumido compromisos con sus compañeros y comenzó a ausentarse, por lo que fui yo quien prestó el apartamento para continuar con las tertulias. Sabía que ella no lo haría. La confianza entre nosotros se fue transformando en complicidad y Laura pasó de ser cautelosa a ser un volcán de inquietudes. Tenía un sentido del humor singular que a mí me deleitaba y una sensibilidad captadora, que la convertían en la persona con más ternura que había conocido.

Advertí que no le gustaba hablar de lo cotidiano, de lo concreto, de lo que habíamos dejado en nuestros lugares de origen. Sospechaba que era éste un argumento de su alma que le procuraba una suerte de libertad con la que vivir, intensamente, todo aquello que le acontecía. Así, sin los nudos del pretérito se acomodaba en una amnesia primitiva y ociosa donde componía su presente. El carpe diem que todos anhelábamos, sin hacernos con la formula, era para ella la esencia cotidiana de su existencia.

Me fascinaba su capacidad de asombro y sobre todo cómo se las ingeniaba para que el trabajo, al que se entregaba enamorada, no amedrentara el resto de sus ilusiones. A su lado la vida tenía un sentido distinto. Tenía tantos ángulos, tantas aristas, era tan prometedoramente interesante que yo había salido de mi monólogo expresivo sin saber cómo. Tal vez salí porque tuve la intuición de que era un requisito tácito, para que ella hablara con libertad y yo quería sentir esa libertad; la libertad de su alma, que parecía nutrirse de extensiones sin límite.

Apenas quedaban unas semanas para que nuestra estancia en Uruguay concluyera. Comenzamos a pasear por la ciudad y a planificar excursiones con sus compañeros. Pude comprobar que trenzaba relaciones de afecto sin perder su misterio, todos deseaban disfrutar de su fuego transparente. La Biblioteca Nacional -su lugar de trabajo durante la beca- era un edificio solemne que suspiraba con vergüenza, porque la belleza que poseía ya no era apropiada a su dignidad. Te pedía disculpas por presentarse ante ti vestido con aquellos harapos. Harapos de desidia. La desidia del reino de la ignorancia, de las sombras, del miedo y del terror.
El Hospital, donde yo pasaba las horas del intercambio académico, parecía estar bajo los efectos de las bombas; los gatos, famélicos, se paseaban por las dependencias con una impunidad ávida. Se asemejaba a un hospital de campaña, que quisiera aparentar la grandeza del pretérito.

Las tiendas no tenían el disfraz del neón, ni los arrullos aduladores de los dependientes. Allí no existían esas jaulas para el consumo denominadas: “grandes superficies”. Todos eran pequeños comercios para la subsistencia en donde el envoltorio, en papel de estraza, preparaba las manos de la tarde; de una tarde, prendida en la memoria de otros tiempos.

Nos reíamos cuando nuestros paraguas, en las bocacalles, se doblaban arrasados por el viento. Para mí, en Montevideo, todos llevaban los paraguas rotos. Sin embargo, Laura, con su prodigiosa imaginación e ironía, me despertaba de lo obvio diciendo que era la última moda venida “del París de la Francia” y que si ponía interés, al observar, vería paraguas con forma de rosas bañadas por el rocío como en un bosque encantado. Así era ella: un lugar cálido, en una inteligencia eminente y bondadosa.

Cruzamos el Mar del Plata en un viejo buque, cuya quilla chirreaba, lastimera, en cada maniobra; el horizonte gritaba en mitad de una nada confusa y nos sumía en un silencio escandalosamente ebrio de tristezas. Mientras tanto Laura leía fragmentos de La Tregua y, aquel gris tan hondo enredado en su voz, hacía del crepúsculo uruguayo una canción frágil mecida por el viento.

Durante aquellos meses mi vida se fue transformando en un manto de deseos, capaces de hacerme pintar todas las lunas, todas las nubes y todos los mares del mundo ¡Para mí: un hombre que creía que ya no le quedaba nada por soñar! ¿Qué pócima mágica había bebido? Lo ignoraba. Sin embargo, por primera vez  en muchos años, estaba repleto de ilusiones sin nombre, sin fecha; la pasión había invadido mis esperpénticas liturgias.

Pasó el tiempo y regresé, como todos, a mi “nicho ecológico”. Sin embargo, yo no era el mismo que había partido para realizar un intercambio científico. Me entusiasmaba la vida  y sus detalles, con tal fervor, que algunos allegados comenzaron a preocuparse por mi salud. Lo cierto es que dejaron de interesarme las banalidades de tanto ajetreo inútil.  Para mí, la vida se había convertido en una aventura con mayúsculas y no podía explicar lo inexplicable. Era un incomprendido que destilaba alegría.
El divorcio se presentó como el corolario inevitable, pero no lo viví como un fracaso. Interioricé el acontecimiento como la consecuencia de tantos años de ceguera. Recuperé las tentaciones prohibidas y las incorporé a mis días y a mis noches.

Hoy mismo, cuando después de las clases daba un paseo saboreando el atardecer, he sentido esa ingenua capacidad de libertad y entre los últimos silencios del sol he presentido la inmensidad de los instantes  sencillos que nos concedemos, y los he percibido como el equipaje más hermoso. Y he pensado en Laura. Pienso mucho en ella. Y me la imagino dibujando estrellas en algún lugar remoto. Me la imagino contagiando  sonrisas a los desheredados de la Tierra. Me la imagino abrazada al cielo, haciendo mágico lo cotidiano. Me la imagino recitando versos a los dioses y a los hombres...

Y… ¡La echo tanto de menos!

Juana Hernández Conesa

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sábado, 17 de julio de 2010

CARTA DE AMOR de Juana Hernández Conesa



Llovía el olvido en los disturbios de mi alma y rezaba su letanía ahogando los gozos de otro tiempo. Sin embargo, decidido a flagelarme, pensaba continuamente que no debía pensarte. Consultaba los libros prohibidos de la vida y te inventaba en cada personaje. Eras la utopía de la aciaga realidad, de la monotonía y sus costumbres. Tu ausencia me dolía. Y fue entonces cuando decidí escribirte para sentir, con fervor, el eclipse de tu respuesta.

Querida Silvina:

Con estas letras falto a mi promesa. Pero la vida, en sus quehaceres, ha falsificado el testamento ¡Yo, que tan poco le pedía!
Son tantos los días o tal vez los meses. No lo sé. El tiempo ya no tiene horas, porque nada espero. Pero son tantos los instantes en que te echo de menos; que por ellos sé lo que te he amado.

El destino me tendrá que dar explicaciones. El todopoderoso alquimista: ¡el destino! con su ingeniería de poder, hace y deshace preludios, sinfonías, nocturnos y se reserva, astuto, los últimos acordes.
Desde que convertiste tu amor por mí en un obstáculo insalvable me he conformado: negándote, negándome ¿Y por qué he de negarme el regalo de tu existencia? Me pregunto. Y créeme, si te digo, que no encuentro respuesta. 
¿Qué pecado he cometido? ¿Mirar a las estrellas y entre nube y nube recitar amaneceres? ¿Gritar tu nombre en las esquinas de lo imposible? Pero enmudece el silencio y nadie me responde.
¡Y tu cuerpo! ¡Siempre tan lejano a las caricias de mis manos! He imaginado nuestros deseos, y enredado en la pasión de tu sonrisa y de tu sexo: te he amado en un tangible e inmenso universo onírico ¡Te he amado tanto!

Sin embargo, mi amor por ti no ha impedido que el frío mármol de la muerte se adentrara en las alcobas de la noche, sin que yo advirtiera el terror de tu no ser. Te escribo mezclando los tiempos de los verbos: presente y pasado; sin futuros. No existe gramática para hablar con las quimeras en los templos callados de los cementerios.

Tu no ser, me ha llevado a la locura de no saberme vivo. En el absurdo de mis rutinas danzan los versos con músicas sin rostro. Y sigo amándote más allá de los preceptos de la muerte.

Amor mío, no respondas.  Deja que acaricie tu silencio.




Juana Hernández Conesa


Letras y Voces 2008.
Antología Internacional.

Editorial Nuevo Ser. Argentina

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